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Humanidades para humanizar

Humanidades para humanizar

     Última actualizacón: 20 marzo 2018 a las 21:54

Casi no llego…  Esta es la última participación de este blog en la quinta edición del Carnaval de Humanidades. Desde que leí la magnífica presentación de nuestra anfitriona, tuve claro que tenía que esforzarme para lograr plasmar algunas de las ideas que rondan mi mente desde hace algún tiempo y que provocaron, en cierta medida, que empezara a escribir esta bitácora.

Y que mejor forma de hacerlo que a través de las preguntas que tan acertadamente se nos han planteado:

¿Qué harías para recuperar/valorar las Humanidades?

¿Hay Humanidades en la ciencia? ¿Dónde, cómo, cuándo?

¿Son importantes las Humanidades en el siglo XXI? ¿Por qué?

Las “Humanidades” ―del latín humanitas― se han venido considerando como el conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana. Dicho así, tan genérica definición no sirve para nada, por lo que es más habitual definir las disciplinas humanísticas en contraposición con las disciplinas científicas: de aquí la división curricular de la mayoría de estudios académicos entre “letras” y “ciencias”. En el diccionario de la RAE, el término “humanidades” tiene la acepción de “letras humanas”, esto es, la literatura (especialmente la clásica), por lo que deja de lado otras disciplinas tradicionalmente atribuidas a las “letras” como la historia, la filosofía, el arte, la música etc. Por todo ello, y vista la dificultad de encontrar una definición que sea comúnmente aceptada, no me detendré en esta cuestión y daré por bueno lo que la mayoría de nosotros tenemos en mente cuando hablamos de Humanidades.

Sentada cual es mi intención al escribir esta entrada, no voy a discutir aquellos temas que se han tratado con profundidad en otros lugares como, por ejemplo, la celebérrima obra de Charles Percy Snow titulada “Las dos culturas” —intelectuales de letras por un lado y científicos por otro— porque considero que nos encontramos inmersos, como ha defendido John Brockman, en la “tercera cultura”: una época en la que científicos y otros pensadores del mundo empírico, a través de su trabajo y artículos explicativos, han ocupado el lugar de los intelectuales tradicionales (intelectuales de letras) para hacer visibles los significados más profundos de nuestras vidas, redefinir quién y qué somos. Así, los intelectuales de letras ya no se comunican con los científicos, sino que los propios científicos han pasado a comunicarse directamente con el gran público, haciendo notables esfuerzos por expresar sus pensamientos más profundos de forma que sean accesibles para quienes los leen o escuchan.

¿Qué harías para recuperar/valorar las Humanidades?

El enunciado de esta pregunta ya nos deja entrever que las Humanidades no se encuentran en su mejor momento. Comprobamos que esto es cierto por ejemplo cuando la posibilidad de desarrollar en nuestro país una carrera investigadora en Humanidades depende exclusivamente de la docencia, es decir, no existe en puridad una carrera investigadora ya que sólo se convocan plazas cuando quedan vacantes puestos docentes a los que habitualmente solo pueden optar quienes ya son profesores. Esta situación dificulta enormemente la incorporación de las nuevas generaciones y genera una profunda frustración personal.

Para ilustrar esta situación no hace falta más que examinar la tabla que se muestra a continuación y que recoge las estadísticas de publicación de artículos científicos referidos a las Humanidades en España y su relación con el resto del mundo. Los datos hablan por sí solos.

Indicadores bibliométricos de la actividad científica española. Madrid: FECYT, 2004

Indicadores bibliométricos de la actividad científica española. Madrid: FECYT, 2004

La situación por tanto no es halagüeña. A pesar de todo, si queremos que las Humanidades recuperen su pasado esplendor, opino que es esencial fomentar el interés de la sociedad por estas disciplinas. Hoy en día se piensa que estudiar Humanidades no es más que recitar con mayor o menor exactitud una larga serie de datos aprendidos de memoria: genealogías de reyes, fechas históricas, datos de las principales obras de arte etc. Nada más lejos de lo que debería ser.

Sinceramente pienso que la sociedad está interesada en conocer nuestra cultura, presente y pasada, aunque es reacia a sumergirse de lleno en ella por la metodología que se emplea en su enseñanza. Por eso debemos fomentar la curiosidad por conocer nuestras raíces, nuestros antepasados, personas como nosotros que se esforzaban por adaptarse a los diferentes tiempos que les tocaron vivir. Como ha expuesto Arturo Leyte:

Hay que reivindicar el estudio de la cultura humana, el cultivo de lenguas, textos y objetos que nos precedieron. No con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo democrático de ciudadanía

Se hace necesario sacar las clases fuera de las aulas. Por suerte para nosotros vivimos en un país, en un entorno, con un patrimonio artístico, cultural y monumental de primer orden que apenas valoramos. Qué útil sería que la historia se enseñara visitando las ruinas arqueológicas, que los arqueólogos, geógrafos, historiadores y demás humanistas pudieran transmitir con verdadera pasión su quehacer diario, permitir a los jóvenes palpar nuestro pasado y experimentar de primera mano quienes fuimos.

Del mismo modo, estudiar literatura no debería consistir únicamente en aprender la biografía y la lista de obras de los escritores. Como insistía un premio nobel de literatura que escuché hace poco ―perdonadme por no recordar su nombre― la asignatura de literatura debería consistir, simplemente, en enseñar a leer y escribir. Fomentar la visita asidua de las inmejorables bibliotecas españolas, tanto públicas como de nuestro Patrimonio Histórico. Leer libros sin tener que seguir un guión preestablecido a escritores españoles de la Generación del 27 por ejemplo, enseñar a leer profundizando en los textos, haciendo valer la imaginación, la construcción de los personajes, la creación de historias, la descripción, en definitiva, de la concreta realidad que acompaña a cada obra y escritor. Si para ello es preciso acudir a “El Señor de los Anillos”, “20.000 leguas de viaje submarino” o las novelas de Jane Austen, desde luego hay libros peores que estos.

Vista la situación actual, tengo mis dudas de que el estudio de las Humanidades tenga futuro en nuestra sociedad cada vez más tecnificada. Quizás su destino sea desaparecer en el olvido. Desde luego, si la única salida de un estudiante de Humanidades es la enseñanza, y si la forma de medir el éxito en estas disciplinas es ocupar un puesto docente, mejor que dejemos de esforzarnos.

¿Quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente?

Hoy por hoy la respuesta es clara.

globo

¿Hay Humanidades en la ciencia? ¿Dónde, cómo, cuándo?

Por supuesto que hay Humanidades en la ciencia.  La ciencia es cultura.

Debemos partir de que el conocimiento científico es un devenir esencialmente histórico, avanza sobre la base de descubrimientos realizados con anterioridad y gracias al continuo afán por saber del ser humano. Ya lo dijo Newton: la ciencia avanza a hombros de gigantes.

El nacimiento del lenguaje articulado, las primeras manifestaciones del arte rupestre, el nacimiento de la agricultura, la ganadería, el sedentarismo, la formación de las primeras ciudades, el nacimiento de la escritura, el surgimiento del primer sistema de gobierno y demás logros del ser humano no son más que pasos en nuestro desarrollo como especie. La filosofía surgió cuando la cultura griega había alcanzado su madurez; la revolución científica de los siglos de oro tuvo sus antecedentes en los trabajos de los pensadores medievales y en la nueva interpretación de los textos clásicos. Podría decirse que es la evolución lógica del pensamiento humano.

La tecnología impregna nuestra vida. En mi opinión, los científicos están cumpliendo con enorme éxito el papel que les otorga la tercera cultura que propone Brockman: divulgar sus descubrimientos y hacerlos accesibles a los legos. Hoy en día hay un apetito voraz por comprender nuestro entorno, saber qué nos depara el futuro, como avanza la tecnología y cómo evolucionaremos como especie: horas de documentales, miles de blogs y páginas de internet así como la edición de cientos de libros anualmente, dan fe de que la ciencia está a nuestro alrededor de forma constante y que es relativamente sencillo informarse con rigurosidad de cualquier tema.

Por ello, quizás el esfuerzo no debamos pedírselo a los científicos sino a los intelectuales de letras para que su mensaje llegue a la sociedad con mayor eficacia. El conocimiento de las Humanidades no debe reducirse a leer algunos libros y saber algo historia, sino profundizar realmente en nuestro pasado, en las diferentes culturas que viven ―y han vivido― en nuestro planeta, aprender a valorar el arte y la música como reflejo de lo que nos hace humanos.

mapamundi

¿Son importantes las Humanidades en el siglo XXI? ¿Por qué?

Las Humanidades son importantes porque desarrollan la imaginación, el espíritu crítico y el juicio ético, así como fomentan la exploración y permiten la conservación y transmisión de nuestra memoria colectiva. Las Humanidades sitúan a la ciencia en su contexto temporal. El ser humano es cultura.

Como he expuesto más arriba, la investigación científica y los avances tecnológicos que lleva aparejada no se pueden entender separados de la sociedad y de su historia, son productos culturales que viajan en paralelo al desarrollo de una capacidad crítica y de unos criterios éticos que son imprescindibles para nuestro desenvolvimiento como sociedad. La ciencia sin humanidad es inútil.

Termino con la explicación del título de este artículo: las Humanidades son imprescindibles para hacernos más humanos, para que comprendamos quiénes somos, de dónde venimos y a dónde debemos ir. La humanidad sin ciencia no tiene futuro.

Este post participa en la V Edición del Carnaval de Humanidades acogido en Pero eso es otra historia

Publicado por José Luis Moreno en FILOSOFÍA, 5 comentarios
Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 1)

Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 1)

     Última actualizacón: 20 agosto 2017 a las 05:52

Hay una pregunta que ha rondado la mente de filósofos, teólogos y poetas desde el comienzo de la historia: ¿qué nos hace humanos?  La respuesta se ha abordado desde diferentes perspectivas, aunque no fue hasta 1859, con la publicación de una de las obras científicas más revolucionarias de la ciencia, cuando fuimos conscientes de que nuestra especie no era más que un eslabón en la interminable cadena evolutiva.  Me refiero al libro que ha otorgado fama inmortal a Charles Darwin: «El origen de las especies».  Sin embargo, a pesar de que tenemos a nuestro alcance una explicación racional acerca de la existencia del hombre ―superando tradicionales creencias en mitos y leyendas― no dejamos de cuestionarnos acerca de nuestro origen, acerca de qué nos hace ser únicos y diferentes al resto de seres que pueblan este planeta.  La búsqueda de una respuesta no ha terminado aún.

Voy a analizar un artículo que considero de especial relevancia acerca de esta cuestión: ¿Qué nos hace humanos? Respuestas desde la antropología evolutiva (What makes us human? Answers from evolutionary anthropology).  Publicado a finales del año pasado en la revista Evolutionary Anthropology, nos encontramos ante un trabajo muy interesante por su planteamiento: un total de trece antropólogos evolutivos con distintas especialidades nos ofrecen su particular punto de vista en diez artículos con este denominador común. James Calcagno y Agustín Fuentes (ambos profesores de antropología) han sido los encargados de requerir la participación de sus colegas sin imponer más limitaciones que la de responder a la pregunta en 800 palabras o menos.  Ninguno de los autores ha sabido quienes eran los otros participantes para evitar la tentación de que respondieran anticipándose a los comentarios del resto.

Ser humano significa que el “ser humano” significa lo que queramos que signifique

Salvando la quizás algo tosca traducción del título original (Being human means that “Being Human” means whatever we say it means) en este primer artículo, Matt Cartmill Kaye Brown, antropólogos de la Universidad de Boston, se plantean una pregunta diferente a la más genérica de ¿qué nos hace humanos?, y es ¿cuál de nuestras peculiaridades da a al género humano su importancia y significado únicos? Dado que somos nosotros mismos quienes decidimos qué significan las palabras, podemos establecer la frontera entre el ser humano y el resto del mundo animal donde queramos.  De esta forma, el significado, el indicador, y la justificación del estatus humano ha fluctuado a lo largo de la historia occidental.  Por ejemplo, el lenguaje ha sido uno de los caracteres preferidos para establecer esa distinción, aunque hemos asistido a sucesivos cambios del propio concepto de “lenguaje” al tiempo que descubríamos rudimentarias capacidades lingüísticas en diferentes animales.

Los autores niegan asimismo que la conducta prosocial nos haga únicos.  En antropología se entiende por conducta prosocial la acción de ayuda que beneficia a otra persona sin que necesariamente proporcione beneficios directos a la persona que la lleva a cabo, y que incluso puede implicar un riesgo.  Para quienes defienden este criterio diferencial, los seres humanos estarían dispuestos de forma innata a sacrificarse para ayudar a otros, mientras que el resto de simios no.  Sin embargo, la sociología nos indica que es necesaria la socialización para superar el egoísmo innato de los niños. Para explicar esta contradicción, los autores se remiten a dos rasgos que sí consideran genuinamente pan-humanos: nuestra propensión a la imitación ynuestra capacidad para ver las cosas desde la perspectiva de otros.

Los humanos son los únicos mamíferos terrestres que imitan sonidos, así como el único animal que imita las cosas que ve.  La homogeneidad cultural surge a través de la imitación, no de una innata o prosocial tendencia a asimilar o interiorizar normas y valores.  De hecho, para Cartmill y Brown la imitación debe preceder en la ontogenia al comportamiento normativo (a los patrones de conducta, buenas maneras y tabúes) y también en la filogenia homínida.  Por otro lado, nuestra capacidad para ponernos en el lugar de otro nos ofrece una valiosa perspectiva adaptativa acerca de las intenciones de nuestros amigos, enemigos, predadores y presas.  Podemos ser los únicos animales que encuentran gratificante compartir y ayudar tanto a su propia especie como a otras; pero también somos los únicos que encontramos gratificante causar un daño gratuito.

La genética de la humanidad

Katherine Pollard, actualmente en Gladstone Institutes de la Universidad de California en San Francisco, nos confirma que desde el punto de vista genético no hay mucho que nos haga únicos como especie.  Se ha comprobado que, por ejemplo, los genomas humano y del chimpancé (ver Chimpanzee genome Project en inglés) son idénticos en casi un 99%, y que cada uno ha experimentado la misma tasa de cambio desde de la separación de nuestro último ancestro común (hace aproximadamente 6 M. de años).

Sin embargo, existe una evidencia creciente de que las mutaciones en las secuencias reguladoras de los genes que actúan cuando nuestras proteínas son expresadas, desempeñan un papel importante en la biología específica de los seres humanos.  Estas secuencias reguladoras, únicas en los humanos, llamadas “regiones humanas aceleradas” (Human Accelerated Regions en inglés) se encuentran cerca de, y probablemente controlan, un grupo importante de genes involucrados en el desarrollo.  Debido a que muchos de estos genes son factores de transcripción que controlan la expresión de otros genes, es fácil entender cómo un número relativamente pequeño de mutaciones en las secuencias reguladoras pueden alterar la función de toda una red de genes y, por lo tanto, afectar a un rasgo clave, como la morfología de la pelvis o el tamaño del cerebro.

La secuenciación de cientos de genomas de seres humanos vivos y extintos (como por ejemplo los recientes trabajos de secuenciación del ADN de Homo neanderthalensis),  y el estudio de los cambios epigenéticos, podrían ayudar a cambiar el punto de vista actual según el cual, genéticamente hablando, los seres humanos no somos especialmente únicos como especie.

¿Por qué no somos chimpancés?

Robert Sussman, profesor de antropología en la Universidad Washington en St. Louis,  comienza analizando lo que nos diferencia de los chimpancés ―nuestros parientes evolutivos más cercanos― como por ejemplo la anatomía (los chimpancés caminan apoyando los nudillos y están adaptados a subir a los árboles, mientras que nosotros somos bípedos terrestres) y el comportamiento (los chimpancés construyen nidos donde habitan y nosotros no).  Sin embargo, reconoce que analizar las diferencias en el funcionamiento del cerebro es mucho más difícil.

Para él, hay tres características del comportamiento humano que no se han encontrado ni en los chimpancés ni en otro animal; son únicas y ejemplifican lo que significa ser humano: el comportamiento simbólico, el lenguaje y la cultura.

El comportamiento simbólico es la capacidad de crear mundos alternativos, reflexionar sobre el pasado y el futuro, imaginar cosas que no existen.  El lenguaje es la única faceta comunicativa que permite a los seres humanos comunicarse no sólo en un contexto próximo, sino también acerca del pasado, del futuro o, incluso, sobre cosas lejanas e imaginadas, permitiéndonos compartir y transmitir nuestros símbolos a las generaciones futuras.  Por último, la cultura es una capacidad que sólo se encuentra en los seres humanos para crear nuestros propios mundos simbólicos compartidos y transmitirlos.  Aunque los chimpancés pueden transmitir un comportamiento aprendido, no pueden compartir distintas visiones del mundo.

Cognición, comunicación y lenguaje

Robert M. Seyfarth, profesor de biología, y Dorothy L. Cheney, profesora de psicología, ambos en la Universidad de Pensilvania, sostienen que aunque el lenguaje totalmente evolucionado constituye la diferencia más importante entre los seres humanos modernos y los primates, en el ámbito de la comunicación y la cognición encontramos dos características más simples y básicas ―ambas necesariamente precursoras del lenguaje― que hacen a los seres humanos únicos.  La primera es nuestra facultad de representar los estados mentales de otra persona.  El resto de primates parecen no reconocer lo que sabe otro individuo, y menos aún percibir cuando está equivocado.  Al mismo tiempo, el conocimiento de sus propios pensamientos es limitado ya que parecen incapaces de la introspección necesaria para lograr una planificación deliberada así como sopesar estrategias alternativas.  En cambio, los bebés de un año no sólo son conscientes de sus propios pensamientos, sino que los comparten continuamente con los demás.

Además, hay otra diferencia en la comunicación, quizás más básica aun, que nos diferencia del resto de especies animales y es la riqueza de la composición vocal.  Las diferencias de los sonidos emitidos por los animales con el lenguaje humano son evidentes: el nuestro posee flexibilidad acústica, es un lenguaje aprendido y ampliamente modificable.  Hay una hipótesis que intenta explicar la excepción que representa el ser humano: la presión selectiva impuesta por un ambiente social cada vez más complejo favoreció la evolución de una teoría de la mente completa y esto, a su vez, propició la evolución de una comunicación cada vez más compleja que requería una producción vocal flexible.

Una perspectiva neuroantropológica

Benjamin Campbell, profesor asociado de antropología en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee tiene clara la respuesta:lo que nos hace únicos es un cerebro que ha evolucionado bajo la presión social para convertirnos en individuos conscientes de sí mismos (self-aware en inglés) que nos definimos en función de lo que compartimos con nuestros semejantes.

Así, a diferencia del resto de grandes simios, poseemos una mayor esperanza de vida, un desarrollo tardío, y una tasa de reproducción mayor.  En la base de todos estos rasgos descansa el cerebro humano.  Las presiones selectivas que llevaron a un cerebro mayor se centraron en las interacciones de grupo que se desarrollan a lo largo de toda la vida, de ahí que sea muy probable que las características específicas de nuestro cerebro guarden relación con la inteligencia social.  En suma, los seres humanos somos seres intrínsecamente grupales con prácticas y creencias compartidas.

Publicado por José Luis Moreno en ANTROPOLOGÍA, 1 comentario
La ciencia es cultura

La ciencia es cultura

     Última actualizacón: 24 septiembre 2017 a las 12:45

La ciencia es cultura. Esta frase puede parecer trivial por evidente, pero encierra un significado más trascendente que voy a intentar exponer en esta anotación. La ciencia es cultura. Cierto, y la cultura no puede entenderse sin la ciencia, ese conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales según la definición de la RAE.

Una sociedad como la nuestra no puede concebirse sin las explicaciones acerca de la naturaleza, los avances técnicos y el bienestar social que lleva aparejada la ciencia moderna; del mismo modo, la ciencia no puede entenderse fuera del contexto social en que se desarrolla.

Todos conocemos en mayor o menor medida cómo surgió la ciencia o más bien cómo nos lo han explicado. La tradición judía, aceptada tanto por el cristianismo como por el islamismo, de un dios creador separado del mundo que crea se inicia con el relato del Génesis bíblico. En él se pone de manifiesto la trascendencia de Dios, un Dios que no se identifica con el mundo que crea libremente: “en el principio Dios creó el cielo y la tierra”. Se viene a decir que Dios existía ya antes de la creación del mundo permitiendo de esta forma su secularización; un mundo que ahora puede ser observado y estudiado en sí mismo dejando a un lado la confusión entre mundo y divinidad. Así, la desmitificación del mundo es un paso previo y necesario para que pueda ser estudiado racionalmente como ya hicieron, con anterioridad a esta tradición hebrea, los filósofos griegos quienes, ya desde el siglo VI a.C., se embarcaron en la tarea de explicar el mundo desde la razón, sentando las bases de la explicación científica de la realidad.

Sin embargo, para entender en sus justos términos la imbricación entre ciencia y cultura debemos retrotraernos un poco más en el tiempo, alrededor de cinco mil años, y desplazarnos hasta las llanuras fértiles de los ríos Tigris y Éufrates. En esta tierra dura, seca y compleja nace la primera manifestación de la ciencia, la desarrollada por los mesopotámicos.

Para definir el término «ciencia» en este texto, huyendo de convenciones sistemáticas y exhaustivas, me remito a la que empleó Richard Feynman. En las ya famosas John Danz Lecture Series, un total de tres conferencias impartidas por el eminente físico en la Universidad de Washington, expuso que la ciencia posee tres posibles significados o una mezcla de todos ellos: un método especial de descubrir cosas, el cuerpo de conocimientos que surge de las nuevas cosas descubiertas y las nuevas cosas que se pueden hacer cuando se ha descubierto algo (este último campo se denomina tecnología).

Por su parte, el antropólogo inglés Edward B. Tylor ofreció en 1871 en su obra Primitive culture una definición de cultura que, de nuevo sin intención sistemática, considero adecuada para estos propósitos: la cultura es ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, costumbres y todas las demás capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad.

Siguiendo con el argumento, la cultura tuvo su origen, según el también antropólogo White, cuando nuestros antepasados adquirieron la capacidad de simbolizar, es decir, de crear y dotar de significado una cosa o un hecho y, de esta forma, fueron capaces de captar y apreciar tales significados. Esta capacidad es inseparable de la definición del ser humano, son estas habilidades las que permitieron a nuestros antepasados  distinguirse de sus congéneres y evolucionar hasta quienes somos hoy en día.

Así, durante cientos de miles de años los seres humanos hemos compartido (de ahí la importancia del hombre como miembro de la sociedad) las capacidades sobre las que descansa la cultura: el aprendizaje, el pensamiento simbólico, la manipulación del lenguaje y el uso de herramientas y otros productos culturales. Este bagaje cultural nos ha permitido organizar nuestras vidas y hacer frente a los entornos cambiantes que hemos colonizado.

Pero volvamos al comienzo: Mesopotamia. Siguiendo a Jean-Claude Margueron, arqueólogo que ha dedicado la mayor parte de su vida al estudio de la civilización que surgió alrededor del tercer milenio antes de Cristo en las cuencas hidrográficas de los ríos Tigris y el Éufrates, me referiré a los “mesopotámicos” como un término que engloba a los diferentes pueblos que se asentaron en el lugar: sumerios, hurritas, acadios, asirios, babilonios y otros que habitaron en la zona. Todos ellos pueden ser englobados bajo el paraguas de este término ya que hay más similitudes que los unen que diferencias los separan.

La importancia de Mesopotamia (el País de los Dos Ríos ) no radica únicamente en que fue el lugar donde se inventa la escritura, sino porque allí se mantuvo una larga lucha para domeñar un territorio especialmente inhóspito. Los pueblos se enfrentaron a problemas hasta ese momento desconocidos, y las respuestas originales que hallaron son las que definirán Mesopotamia hasta finales del primer milenio y serán la base del saber transmitido posteriormente a egipcios, griegos etc.

No es extraño que esta gran civilización prosperase a orillas de estos dos ríos. Éstos eran peligrosos pero también la fuente de la vida. Para ello debieron «domesticar» las corrientes inventando los canales de irrigación, que posibilitó la protección frente a las crecidas así como la llegada del agua a territorios cada vez más alejados del curso fluvial. El asentamiento estable, el aseguramiento del abastecimiento de agua, los excedentes alimentarios y la creación de ciudades posibilitó el crecimiento cultural de estos pueblos.

Canales de irrigación.

La ciencia mesopotámica la podemos englobar en dos campos generales: en primer lugar podemos hablar del cálculo o las matemáticas, y el segundo término de los fenómenos naturales (aquí incluiremos los conocimientos en medicina y astronomía). Debemos tener presente desde ahora que la división actual del saber en diferentes disciplinas científicas no se ajusta para nada al mundo que estamos describiendo. El saber acumulado por la civilización mesopotámica tiene sobre todo una vertiente práctica, por ejemplo, empleando el cálculo para determinar la superficie de los campos y el volumen de los recipientes destinados al almacenaje; o la observación astronómica para la fijación de un calendario que rigiese los aspectos de la vida diaria… Y es esta imbricación de la ciencia con la cultura y la vida cotidiana lo que motivó que se redujeran notablemente las posibilidades de desarrollar principios de carácter teórico y abstracto, que es la base para el desarrollo de la ciencia en el sentido moderno del término (tanto es así que no existe en su vocabulario términos para designar “principios”, “leyes” o “conceptos”).

Mapa del mundo según los mesopotámicos. British Museum.

Al mismo tiempo, se trataba además de un saber cerrado, restringido a determinados círculos dada la enorme complejidad que presentaba la escritura cuneiforme. Prácticamente todo lo que conocemos de la ciencia mesopotámica son largas listas de términos que describen el mundo animal, vegetal y mineral, de números dispuestos en diferentes modos, de problemas matemáticos con sus correspondientes soluciones, de listas de estrellas y planetas, y de síntomas y de prescripciones médicas. Como hemos dicho, no existen (o quizás no han llegado hasta nosotros) tratados de carácter teórico, lo que hace suponer que la enseñanza hubiera sido verbal, no quedando por tanto indicios de todo el conjunto de principios que regulaban el funcionamiento de las cosas.

Los lugares de aprendizaje eran los propios templos, remedos de los scriptoria medievales, y como aquéllos, servían como vehículos de transmisión de las copias de los documentos que se empleaban para formar a los distintos profesionales. De esta forma, los sacerdotes dominaban la educación, que descansaría en la memorización, la repetición oral de fórmulas y la copia de textos. Además de los templos, las bibliotecas anejas eran importantes centros educativos, también en manos de los sacerdotes, como la biblioteca de Asurbanipal en Nínive, principal fuente de textos escritos de esta época.

Algunas de las características de la medicina mesopotámica pueden resultarnos sorprendentes. En primer lugar, se creía que la enfermedad era un castigo que los dioses infligían por la comisión de un delito, por una ofensa moral o por la ruptura, intencionada o no, de un tabú reconocido. Esto sin embargo no impidió que se emplearan las primeras recetas, tratamientos, instrumentos quirúrgicos, e incluso indicaciones concretas para tratar afecciones internas y externas. Había especialistas en el cuerpo humano, a los que podríamos denominar «médicos», que eran capaces de reconocer ciertos agentes como los causantes de la enfermedad, tales como el polvo, la suciedad, la comida y la bebida. Estos médicos observaban los síntomas del paciente, los agrupaban por enfermedades y aplicaban en ocasiones lo que, en definitiva, serían tratamientos farmacológicos. Veamos un ejemplo extraído del Traité akkadien de diagnostics et de pronostics médicaux, obra transcrita y traducida por R. Labat:

Si, al principio de la enfermedad, el enfermo presenta una transpiración y una salivación profusas, sin que, cuando transpira, este sudor, desde las piernas, alcance los tobillos y la planta de los pies: este enfermo tiene para dos o tres días; después de lo cual debe recuperar la salud.

Si un hombre con fiebre, con su epigastrio ardiente; que al mismo tiempo no experimenta placer ni ganas de beber o de comer, y que además su cuerpo está amarillo: este hombre está atacado por una enfermedad venérea.

Si un hombre, en trance de andar, cae de pronto hacia delante, permaneciendo entonces sus ojos dilatados, sin poder volverlos a su estado normal, y si él mismo es incapaz, al propio tiempo, de menear brazos y piernas: es una crisis de «epilepsia» que le empieza.

En lo tocante a las matemáticas, los textos que nos han llegado incluyen listas de problemas acompañados de sus correspondientes soluciones aunque, como ya hemos indicado, no se expone el proceso mental seguido para llegar a ellas. Pero dicho proceso tuvo que existir ya que se trata de un sistema bastante perfeccionado que les permitía resolver problemas para los que los matemáticos modernos emplearían ecuaciones de primero, segundo  y hasta tercer grado. Utilizaban el sistema sexagesimal que adoptaba dicha cifra (el 60) como base de cálculo fundamental, y un sistema de notación posicional en el que el valor de un número dado variaba de acuerdo con la posición que ocupaba dentro de la serie escrita, tal y como sucede ahora.

Conocían el número pi y sabían calcular la superficie del trapecio o el volumen de la pirámide. Los problemas son siempre ejemplos concretos relacionados con los campos de cultivo (superficies), o la capacidad de bodegas, las medidas de zanjas, volúmenes de ladrillos para construir murallas etc.

Los textos matemáticos mesopotámicos resultan oscuros, complicados y extremadamente difíciles de comprender para una mentalidad como la nuestra. Solo la paciente labor de los estudiosos, que eran matemáticos a la vez que orientalistas, como el alemán Otto Neugebauer, nos ha permitido conocer algo mejor este complicado saber cuyas aplicaciones prácticas en el terreno de la tecnología constituyen todavía motivo de debate, como lo demuestra su utlización en la arquitectura.

Prueba de ello son las tumbas abovedadas del Palacio Oriental de Mari. Cada una de ellas emplea procedimientos diferentes para la cubierta, uno más elaborado que el otro y sin embargo, ninguna fuente escrita nos da los conocimientos de la época en la materia. Del mismo modo tampoco se ha encontrado una exposición de los conocimientos hidráulicos que se necesitaron para construir el canal y el acueducto de Jerwan que garantizaban el abastecimiento de agua a Nínive desde un río alejado varias decenas de kilómetros y salvando un valle de casi 300 metros de ancho.

En cualquier caso, los mesopotámicos dejaron un importante legado de su saber con el mencionado cálculo sexagesimal que se utiliza todavía en el cómputo del tiempo y en la división de la esfera terrestre en 360 grados.

Sin embargo, fue en el terreno de la astronomía donde alcanzaron un grado de precisión que no tuvo parangón a lo largo de toda la antigüedad, gracias a la aplicación de sus conocimientos matemáticos. Fueron sobresalientes en sus cálculos y observaciones –algunos de ellos muy exactos– que luego usaban para las predicciones astrológicas (posición del sol, equinoccios, eclipses, etc.)

En el surgimiento y consolidación de la astronomía como disciplina también intervino una necesidad puramente práctica como la determinación y precisión del calendario. A pesar de los escasos medios técnicos con que contaban, alcanzaron logros tales como la determinación de las trayectorias del sol y los planetas y su división en doce estaciones que eran a su vez divididas en treinta grados (origen de nuestro zodíaco), la distinción de cinco planetas (Venus, Júpiter, Saturno, Marte y Mercurio), el establecimiento de las fases de Venus y detallados catálogos de estrellas y constelaciones que serían utilizados por el astrónomo griego Claudio Tolomeo en el siglo II d.C.

Con el paso del tiempo y la acumulación de observaciones pudieron predecir con enorme precisión los eclipses lunares y solares y solventaron el problema del desfase entre los años lunar y solar mediante la intercalación de siete meses extra cada diecinueve años lunares. Esta tradición de estudios astronómicos alcanzó su clímax en el periodo seléucida (siglos IV a I a.C.) cuando el más grande de los astrónomos babilonios, Kidinnu, fijó la duración exacta del año solar con tan solo un error de 4 minutos y 32,65 segundos, mucho menor que el del astrónomo Oppolzer en el siglo XIX.

Podemos decir sin temor a equivocarnos que el racionalismo griego se basó en la aportación de una experiencia oriental milenaria y en un bagaje intelectual mucho más elaborado de lo que a menudo se comenta. Si los mesopotámicos no alcanzaron por sí mismos esa etapa del pensamiento, sí prepararon el camino transmitiendo lo esencial de sus descubrimientos a la cuenca mediterránea.

Como dijimos al comenzar, la ciencia es cultura. No podemos entender la cultura mesopotámica, y las altas cotas de perfección que experimentó, sin tomar en su justa medida la función que la ciencia y la tecnología desempeñaron en la vida cotidiana de sus pueblos. Es un recuerdo que deberíamos tener presente en estos momentos de crisis no sólo económica sino cultural.

Referencias

Bottéro, J. (2004), Mesopotamia: la escritura, la razón y los dioses. Madrid: Cátedra, 358 p.

Margueron, J.-C. (1996), Los mesopotámicos. Madrid: Cátedra, 471 p.

Gómez Espelosín, F. J. (2006), «La ciencia en Mesopotamia». Historia National Geographic, núm. 30, p. 48-59.

 

Este post participa en la III Edición del Carnaval de Humanidades que organiza El Cuaderno de Calpurnia Tate.

 

Publicado por José Luis Moreno en CIENCIA, HISTORIA, 5 comentarios
¿Einstein creía en Dios?

¿Einstein creía en Dios?

     Última actualizacón: 21 septiembre 2017 a las 15:36

La pregunta encierra dificultades. Una respuesta simplista sería sí, Albert Einstein creía en Dios y era religioso. Sin embargo, para ofrecer una respuesta más ajustada a la realidad tenemos a nuestra disposición un buen número de testimonios escritos donde detalla su postura al respecto. Pasemos a analizarlos brevemente.

Sucedió que, estando Einstein celebrando una reunión en una casa de Berlín en 1927, el crítico teatral Alfred Kerr se extrañó de haber oído que era profundamente religioso, tomándoselo a broma. Einstein respondió con calma:

Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido soy de hecho religioso.

Podemos atisbar por tanto que Einstein no compartía la concepción cristiana ni judía de la deidad. En varias ocasiones expuso esta idea, y en una carta escrita en 1929 sostuvo que creía en el Dios de Baruch Spinoza, que se revela en la armonía del mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y los actos de los seres humanos. Esta explicación le valió la crítica de algunos medios religiosos conservadores, al tiempo que era empleada por algunos ateos para defender su punto de vista. Esta es otra manipulación simplista.

Dado el interés que despertaba cualquier comentario del científico vivo más famoso del mundo, escribió un artículo para el New York Times Magazine titulado Religion and Science donde ofreció su idea acerca del origen de la religión: en el hombre primitivo, es sobre todo el miedo el que produce las ideas religiosas: miedo al hambre, a los animales salvajes, a la enfermedad, a la muerte. Como en esta etapa de la existencia suele estar escasamente desarrollada la comprensión de las conexiones causales, el pensamiento humano crea seres ilusorios más o menos análogos a sí mismo de cuya voluntad y acciones dependen esos acontecimientos sobrecogedores.

Se refiere por tanto a la mitología, que surgió como un mecanismo para explicar los fenómenos naturales y los males que aquejaban a los hombres, otorgando a los dioses el control de su destino.

Continúa afirmando que en una segunda etapa, el deseo de guía, de amor y de apoyo empuja a los hombres a crear el concepto social o moral de Dios. Este es el Dios de la Providencia, que protege, dispone, recompensa y castiga; el Dios que, según las limitaciones de enfoque del creyente, ama y protege la vida de la tribu o de la especie humana e incluso la misma vida; es el que consuela de la aflicción y del anhelo insatisfecho; el que custodia las almas de los muertos.

Por último, aduce la existencia de un tercer estadio de experiencia religiosa común a todas ellas, y que denomina “sentimiento religioso cósmico”. Quien posee este sentimiento siente la inutilidad de los deseos y los objetivos humanos, mientras que se maravilla del orden sublime que revela la naturaleza y el mundo de las ideas. La existencia individual le parece una especie de cárcel y desea experimentar el universo como un todo único y significativo. Podemos ver en esta explicación algunos de los aspectos que caracterizan la religión budista.

En otro ensayo publicado en 1930 (Forum and Century, vol. 84, p. 193-194) expone claramente su visión de la religión:

La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y no pueda ya admirarse, y no pueda ya asombrarse ni maravillarse, está como muerto y tiene los ojos nublados. Fue la experiencia del misterio (aunque mezclada con el  miedo) la que engendró la religión. La certeza de que existe algo que no podemos alcanzar, nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más deslumbradora, a las que nuestras mentes sólo pueden acceder en sus formas más toscas… son esta certeza y esta emoción las que constituyen la  auténtica religiosidad. En este sentido, y sólo en éste, es en el que soy un hombre profundamente religioso. No puedo imaginar a un dios que recompense y castigue a sus criaturas, o que tenga una voluntad parecida a la que experimentamos dentro de nosotros mismos. Ni puedo ni querría imaginar que el individuo sobreviva a su muerte física; dejemos que las almas débiles, por miedo o por absurdo egoísmo, se complazcan en estas ideas. Yo me doy por satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la conciencia de un vislumbre de la estructura maravillosa del mundo real, junto con el esfuerzo decidido por abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.

Por lo tanto, deja a las claras que no cree en un dios personal, idea ésta ajena a las religiones monoteístas. Para él, el sentimiento religioso cósmico es el motivo más fuerte y más noble de la investigación científica. Podríamos decir que Einstein tenía fe en la racionalidad, en la capacidad del hombre de buscar una explicación causal al mundo que le rodea, en su búsqueda por desentrañar los secretos de la naturaleza para, una vez logrado el objetivo, darse cuenta de que siempre hay algo que queda oculto, inaccesible. Más allá de la comprensión humana:

¡Qué profundos debieron ser la fe en la racionalidad del universo y el anhelo de comprender, débil reflejo de la razón que se revela en este mundo, que hicieron consagrar a un Kepler y a un Newton años de trabajo en solitario a desentrañar los principios de la mecánica celeste!

Sólo quien ha dedicado su vida a fines similares puede tener idea clara de lo que inspiró a esos hombres y les dio la fuerza necesaria para mantenerse fieles a su objetivo a pesar de innumerables fracasos. Es el sentimiento religioso cósmico lo que proporciona esa fuerza al hombre. Un contemporáneo ha dicho, con sobradas razones, que en estos tiempos materialistas que vivimos la única gente profundamente religiosa son los investigadores científicos serios.

Para el científico, el sentimiento religioso adquiere la forma de un asombro extasiado ante la armonía de la ley natural, que revela una inteligencia de tal superioridad que, comparados con ella, todo el pensamiento y todas las acciones de los seres humanos no son más que un reflejo insignificante. Este sentimiento es el principio rector de su vida y de su obra, en la medida en que logre liberarse de los grilletes del deseo egoísta. Es sin lugar a dudas algo estrechamente emparentado con lo que poseyó a los genios religiosos de todas las épocas.

Para Einstein, la ciencia sólo pueden crearla los que están profundamente imbuidos de un deseo profundo de alcanzar la verdad y de comprender las cosas. Es la curiosidad que todo lo puede, esa necesidad de saber, de conocer, de desentrañar todos los misterios. Para él, este sentimiento brota, precisamente, de la esfera de la religión.

No puedo imaginar que haya un verdadero científico sin esta fe profunda. La situación puede expresarse con una imagen: la ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia ciega.

 

Bibliografía


Publicado por José Luis Moreno en Historia de la ciencia, 2 comentarios
Albert Einstein

Albert Einstein

     Última actualizacón: 4 mayo 2017 a las 14:07

Desde que era pequeño he considerado la figura de Albert Einstein como la del genio por antonomasia, ese científico con imagen de loco que revolucionó la física y la ciencia en general. Pocas veces me paré a pensar que, además de poseer una mente única para resolver los enigmas más recónditos de la realidad, era una persona con unas convicciones y unos valores morales dignos de respeto y admiración.

Sin embargo, con el paso del tiempo y el consiguiente incremento de mi bagaje intelectual, he llegado a saber que bajo ese portentoso intelectual había un no menos relevante ser humano, profundamente religioso, político, y gran filósofo.

Suyas son las siguientes palabras:

Ahora voy a añadir unas palabras improvisadas. Un país se convierte realmente en un alma sólo cuando conscientemente se pone al servicio de la vida intelectual, y en el caso de nuestro pueblo judío, ha sido realmente este esfuerzo el que lo ha mantenido unido. No existiríamos hoy en día, como una comunidad de personas, sin esta actividad continuada o suspendida en el aprendizaje y en el pensamiento y en la literatura.

Con ocasión de la publicación de un artículo del profesor Willy Hellpach en el periódico alemán Vossische Zeitung (hablamos del año 1929), Einstein se vio en la necesidad de contestar sus opiniones en su condición de firme defensor de la idea sionista:

He visto judíos dignos caricaturizados con bajeza y esto ha hecho sangrar mi corazón. He visto que las escuelas, las revistas satíricas y muchas otras fuerzas que responden a la mayoría gentil minan la confianza de los mejores de mis hermanos de sangre y he pensado que no se puede permitir que ello continúe. He comprendido también que sólo una empresa común, querida de todos los judíos del mundo, podría devolver la salud a este pueblo. Herzl ha hecho algo muy importante al comprender y proclamar con fuerza que, dada la tradicional actitud de los judíos, establecer un hogar nacional o, con más exactitud, un centro en Palestina es un objetivo digno de que en él se concentren todos nuestros esfuerzos. Usted llama a esto nacionalismo y no sin cierta razón. Pero una finalidad común sin la cual no podemos vivir ni morir en este mundo hostil siempre podrá ser denominada con ese feo nombre. De todas maneras, se trata de un nacionalismo cuyo fin no es el poder, sino la dignidad y la salud moral. Si no tuviéramos que vivir entre personas intolerantes, mezquinas y violentas, yo sería el primero en rechazar todo nacionalismo en favor de una comunidad universal.

Debemos tener presente el contexto histórico y político en el que escribió estas lineas; en un país, Alemania, que comenzaba a ver las primeras actitudes antisemitas que más tarde desembocarían en el advenimiento del nacionalsocialismo de Hitler y sus secuaces y con él, la sumisión de Europa y el mundo en la peor de las guerras que se haya conocido.

En próximas entradas iré desgranando algunos de estos aspectos personales del científico en temas que van desde la religión, la existencia de Dios o la libertad, pasando por la educación y el pacifismo.

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