Pseudoarqueología no, falsa arqueología (y II)

     Última actualizacón: 23 enero 2017 a las 13:40

Esta anotación es la segunda y última parte de la versión escrita —y extendida— de la charla sobre ciencia, arqueología y pensamiento crítico que dí el pasado viernes dentro del segundo ciclo de charlas Hablando de Ciencia en Málaga.

(Puedes ver las diapositivas originales aquí)

Los constructores de montículos

Bajo el apelativo de cultura de los montículos o constructores de montículos (Mound builders en inglés) se engloban una serie de grupos étnicos, habitantes prehistóricos de América del Norte, que se caracterizaron por levantar enormes estructuras artificiales de tierra, con formas, tamaños y fines muy diversos (podemos destacar el uso ceremonial, residencial o de enterramiento). En ellos se han hallado gran cantidad de objetos ornamentales, herramientas y restos humanos.

Durante los siglos XVIII y XIX, al tiempo que se producía la expansión de la frontera de los Estados Unidos hacia la costa del océano Pacífico, los colonos se fueron topando con una cantidad cada vez mayor de estas estructuras, dando pie a numerosas teorías acerca de quienes habitaron esos lugares y cómo podían haber levantado esas impresionantes construcciones. Sin embargo, en algo se pusieron de acuerdo casi de inmediato: no podían ser obra de los nativos americanos —a pesar de que llevaban viviendo en aquellas tierras mucho tiempo antes de que ningún europeo soñara siquiera con llegar hasta allí—.

Una vez descartada la posibilidad de que los nativos americanos fueran capaces de levantar esas estructuras y mantener unos asentamientos tan grandes, surgió la cuestión de encontrar a los posibles responsables. Las propuestas fueron tan variadas como sorprendentes: Benjamin Smith Barton propuso que habían sido los vikingos; otros hablaron de los egipcios, israelitas, griegos, chinos, polinesios, fenicios o incluso los belgas. La lista se hace interminable y no mencionan los sumerios por desconocer siquiera su existencia. Por supuesto, en fechas más recientes, no han faltado quienes han atribuido estos trabajos a los mismísimos atlantes, los incas o los mayas.

Quien ha sido considerado como el primer arqueólogo de América, Thomas Jefferson, también se interesó por los constructores de montículos al encontrar varios vestigios de esa cultura en sus tierras de Virginia. Realizó cuidadosas excavaciones donde desenterró varios restos humanos aunque no obtuvo ninguna conclusión clara acerca de sus autores.

El interés por descifrar el misterio de la cultura de los montículos fue en aumento a medida que pasaba el tiempo sin obtener una respuesta concluyente. Así, el recientemente creado Instituto Smithsoniano destinó gran parte de sus fondos a tratar de resolver este enigma. Fruto de este esfuerzo fue la primera publicación de la institución: Ancients monuments of the Mississippi Valley.

Este trabajo, la primera investigación seria sobre el tema, fue realizado por Ephraim G. Squier (un ingeniero civil) y Edwin Davis (médico y arqueólogo). Los dos investigadores analizaron más de doscientos yacimientos, llevaron a cabo excavaciones en muchos de ellos y levantaron los primeros mapas detallados y dibujos de los artefactos que encontraron: cerámicas, adornos y herramientas de metal, objetos de hueso y piedra, esculturas etc. Se dedicaron a su tarea desechando todos los prejuicios y teorías existentes a pesar de lo cual mantuvieron que la calidad de las obras de arte halladas en los montículos estaba muy lejos de cualquier cosa producida por los nativos americanos. Concluyeron que había una conexión, más o menos profunda, entre los constructores de los montículos y las antiguas civilizaciones de México, América central y Perú. Por lo tanto, serían obra de un grupo diferente de los nativos americanos, y culturalmente superior.

A la labor del Instituto Smithsoniano se unió la Oficina de Etnología Americana que destinó la quinta parte de todo su presupuesto (5.000 $) a resolver el misterio. En 1882, el entomólogo Cyrus Thomas fue nombrado director de la División de exploración de montículos e inició el que sería el mayor y más extenso estudio sobre la cuestión. Su enfoque partió de la base de obtener la mayor cantidad de información posible antes de formular ninguna hipótesis acerca de la función de los montículos, su antigüedad, orígenes y constructores. Para ello, él y su equipo investigaron durante más de dos años alrededor de 2000 yacimientos en un total de 21 Estados, y lograron reunir más de 40.000 artefactos, que más tarde pasaron a formar parte de la colección del Instituto Smithsoniano.

Vamos a analizar el argumentario que se empleó en contra de la idea de que los nativos americanos fueran los constructores de los montículos y que podemos resumir en cinco puntos:

Los nativos americanos eran demasiado primitivos como para haber realizado los finos trabajos en piedra, metal y arcilla que se habían encontrado en los montículos y sus alrededores.

J. W. Foster, a la sazón presidente de la Academia de las Ciencias de Chicago, afirmaba en 1873:

Su carácter [del indio], desde que se conoce por el hombre blanco, se ha caracterizado por la traición y la crueldad. Rechaza todos los esfuerzos por elevarle de su posición rebajada: y pese a que no tiene la naturaleza moral para adoptar las virtudes de la civilización, sus instintos brutales le llevan a acoger sus vicios. Nunca se ha sabido que se haya involucrado voluntariamente en una empresa que requiriera un trabajo metódico; habita en viviendas temporales y portátiles; sigue a la caza en sus migraciones; impone una vida monótona a su esposa; no presta atención al futuro. Suponer que esa raza construyó las fuertes líneas de circunvalación y los montículos simétricos que coronan muchos de los terraplenes de nuestros ríos, es tan absurdo, casi, como suponer que construyeron las pirámides de Egipto.

¿Es excesivo definir estos comentarios como racistas? Desde luego, carecen del más mínimo rigor intelectual y no digamos ya científico.

Tanto los montículos como los artefactos asociados a los yacimientos son mucho más antiguos que los restos más tempranos de la cultura india.

Aunque la estratigrafía ―el análisis de las capas del suelo― no se aplicó a la investigación arqueológica hasta bien entrado el siglo XIX, varios estudiosos emplearon un rudimentario antecedente de este método para determinar la antigüedad de los artefactos. Además, se apoyaron en la dendrocronología aplicada sobre algunos troncos de roble hallados en la cumbre de varios montículos llegando a la conclusión de que éstos se construyeron antes del año 1300 a.e.c.

Las dataciones de los montículos realizadas hasta ese momento se pusieron en tela de juicio aunque en un sentido equivocado: Thomas concluyó que las construcciones se habían erigido tras la llegada de los europeos al Nuevo Mundo.

Hoy en día sabemos que no hubo una única cultura de los montículos, sino que fueron varios pueblos los que levantaban estas enormes estructuras. La evidencia más antigua de esta tradición la encontramos en el yacimiento de Watson Brake en Luisiana (ver este artículo), con una datación comprobada que oscila entre hace 5400 y 5000 años. Este dato nos demuestra que la construcción de montículos tiene una larga historia en Norte América.

Se han encontrado piedras talladas con inscripciones en alfabetos europeos, asiáticos o africanos. Dado que los nativos americanos no poseían ningún tipo de alfabeto ni escritura antes de la llegada de los colonizadores, ésta constituyó una de las pruebas más sólidas contra la posibilidad de que ellos fueran los responsables de levantar esas estructuras.

El ejemplo más citado de estas piedras es el de las llamadas “piedras sagradas de Newark”. En 1860, David Wyrick, un arqueólogo aficionado, afirmó haber encontrado en unos montículos de Ohio una piedra pulida parecida a una plomada con una serie de letras hebreas talladas en la superficie. La llamó “Piedra angular” (Keystone) y rápidamente avivó la idea de que los constructores de los montículos pertenecían a una de las tribus perdidas de Israel.

A pesar de la importancia que se le dio dado al hallazgo, muchos pusieron en duda su autenticidad ya que la escritura hebrea era demasiado moderna teniendo en cuenta la antigüedad que se atribuía al objeto.

Algunos meses después se produjo un nuevo descubrimiento: una tablilla de piedra caliza que también incluía caracteres hebreos aunque esta vez más antiguos. Se la llamó “El Decálogo” (Decalogue) ya que su traducción indicaba que se trataba de una versión de los Diez Mandamientos que Moisés recibió directamente de Dios según las Sagradas Escrituras.

¿Qué oportuno verdad? Cuando se pone en entredicho la autenticidad del primer hallazgo porque los caracteres eran demasiado modernos, aparece una segunda piedra esta vez mejor elaborada. A pesar de que muchos hoy en día siguen manteniendo la autenticidad de estos dos artefactos, lo cierto es que las investigaciones más recientes vienen a demostrar que estas piedras fueron fabricadas y colocadas expresamente para ser descubiertas.

Los nativos americanos ya no construían montículos cuando los colonizadores europeos llegaron a sus tierras. Cuando se les preguntaba acerca de quién los había construido o cuál era su uso, desconocían todo acerca de ellos.

Si ellos eran los constructores, ¿por qué no continuaron sus trabajos a pesar de la llegada de los europeos? Al menos deberían ser capaces de recordar quienes lo habían hecho. Al contrario, los nativos americanos no sólo no sabían quién las había levantado, sino que insistían en afirmar que habían encontrado las ruinas en el mismo estado en que se ven hoy en día.

En este caso los estudiosos anteriores también estaban equivocados. Los trabajos de Thomas demostraron que ya en los siglos XVI y XVII las crónicas españolas mencionaban la construcción de montículos por parte de los nativos americanos. Garcilaso de la Vega narra cómo construían los montículos de tierra e instalaban sobre ellos los templos y las viviendas de los jefes de la comunidad. Del mismo modo, William Clark, quien comandó junto con Meriwether Lewis la primera expedición terrestre que alcanzó la costa del Pacífico partiendo del este, observó la construcción de estos montículos por los nativos de Misuri.

Una explicación para el declive de muchas de las poblaciones de nativos americanos que mantenían viva esta cultura fue la introducción de la viruela por parte del explorador español Hernando de Soto. Murió una gran parte de los indígenas y sus grandes ciudades fueron abandonadas junto con sus tradiciones ancestrales.

Se han encontrado artefactos de metal (hierro, plata, cobre etc.) y otras aleaciones enterrados en los montículos.

Los nativos americanos conocían métodos rudimentarios de metalurgia y utilizaban el cobre y la plata que encontraban en vetas naturales o en pepitas; pero no las técnicas de fundición necesarias para producir cobre, plata o las aleaciones para obtener bronce.

Las investigaciones de Cyrus Thomas confirmaron que todos los artefactos encontrados en los montículos estaban hechos del llamado cobre nativo, es decir, el cobre hallado en vetas naturales. Es cierto en cualquier caso que estos minerales fueron objeto de un comercio intensivo ya que desde Michigan, la fuente de la mayoría del metal empleado, alcanzaron una amplia distribución.

En conclusión, salvando la fabricación de pruebas falsas como las piedras y tablillas talladas, lo cierto es que la creencia en que una misteriosa raza desaparecida había levantado los montículos y edificado una gran civilización se debió más bien a la ignorancia y la aceptación selectiva e interesada de los datos disponibles.

Sin embargo, estas creencias calaron hondo y sirvieron de excusa perfecta para justificar la persecución, expulsión y matanza de los nativos americanos. Éstos se veían como intrusos, e incluso invasores, que habían destruido la cultura más civilizada de los constructores de montículos. De esta manera, los colonizadores europeos pudieron racionalizar su conducta ya que solo estaban reclamando el territorio que sus antepasados habían poseído antes de la llegada de los “indios”.

Conclusiones

Los científicos —ya hablemos de físicos, astrónomos, biólogos, arqueólogos etc.— realizan su labor bajo cuatro principios bastante sencillos pero esenciales:

  1. Existe un universo real que se puede conocer.
  1. El universo opera de acuerdo a ciertas reglas o leyes entendibles.

En lo que hace referencia a las ciencias históricas, aunque sabemos que las sociedades humanas son sistemas muy complejos, y que las personas no actuamos de acuerdo a unas reglas de comportamiento rígidas, los científicos pueden hacer generalizaciones similares a leyes que predicen con exactitud cómo reaccionan los grupos humanos a los cambios en su entorno y cómo evolucionan sus culturas a través del tiempo.

Lo que hemos aprendido de las sociedades del pasado nos enseña que la evolución de las grandes civilizaciones parece mostrar unos mismos patrones generales. Aunque se han desarrollado en diferentes ambientes físicos y culturales, podemos señalar unos hitos comunes a todas ellas: el nacimiento de la civilización fue precedido por el desarrollo de una economía agrícola y el surgimiento de sociedades estratificadas; existió un crecimiento de la población, así como un aumento de la densidad de la población en determinadas áreas (el surgimiento de ciudades). También encontramos en cada caso la construcción de monumentos, comercio a larga distancia, y desarrollo de métodos para llevar registros de propiedades, bienes, impuestos etc.

  1. Estas leyes son inmutables, lo que significa que, en general, no cambian en función de dónde o cuándo estés.
  1. Por último, podemos conocer y comprender estas leyes por medio de la investigación.

Este último tal vez sea el principio más importante. Sabemos que el universo es, al menos teóricamente, cognoscible. Puede ser complicado, puede llevarnos muchos años entender el fenómeno más sencillo; pero cada intento nos lleva a recopilar más datos y probar, reevaluar y refinar las explicaciones propuestas.

Así, aunque todos podemos tener nuestro punto de vista sobre la historia, sobre la forma en que se desarrollaron las culturas del pasado, debemos tener claro que no todos los puntos de vista son igualmente válidos. Algunos son históricos y otros pseudohistóricos. ¿Cómo distinguirlos?

Para ello debemos acudir al concepto de carga de la prueba (para una comprensión clara de este concepto netamente jurídico, os recomiendo la lectura de esta anotación de César Tomé para el Cuaderno de Cultura Científica).

Este principio supone que quien realiza una afirmación (como la de que existieron astronautas en la prehistoria) debe probarla. Pero esa prueba debe cumplir una serie de premisas como nos explica César Tomé: debe ser comprobable/reproducible por cualquiera siguiendo una metodología conocida, en cualquier momento y que no valen ni textos revelados, ni palabras de una “autoridad”.

De esta forma, tanto si defendemos que la losa de la tumba de Pakal representa a un astronauta, como si postulamos que en realidad simboliza la muerte y resurrección de dicho gobernante, tenemos que aportar pruebas de ello. A pesar de que la arqueología o la historia no pueden emplear el método de experimentación reproducible que se sigue en otras disciplinas, ello no es óbice para la existencia de este tipo de pruebas.

El método de investigación estándar en historia y arqueología se basa en la proposición de hipótesis con apoyo en los datos obtenidos gracias a las excavaciones arqueológicas y al resto de métodos para obtener información del pasado. A continuación, éstas se comprueban con otros datos, se someten a escrutinio y a la reconsideración por otros colegas. La clave por tanto está en la capacidad para verificar esas hipótesis. En cierto sentido, la ciencia histórica se vuelve experimental cuando las predicciones basadas en las observaciones iniciales son verificadas, o rechazadas, por observaciones posteriores.

Ahora bien, los arqueólogos reconocen que en ocasiones sus hipótesis se apoyan en un conocimiento imperfecto e incompleto del pasado, y que deben estar preparados para cambiar sus puntos de vista si aparecen nuevos datos que así lo aconsejen.  De ahí que al contrario de lo que afirman los defensores de la pseudoarqueología, la adhesión a los procedimientos de la investigación racional no constituye un dogma o una doctrina inmutable.  Son la guía básica para alcanzar resultados verificables.  La capacidad para rechazar explicaciones previas una vez aparecen nuevos datos, así como la constante renovación que supone aplicar nuevos procedimientos metodológicos, es el sello del método científico y uno de los medios de distinguir la investigación racional de la religión, la fantasía o la superstición. Este último paso, la aceptación de explicaciones diferentes cuando hay nuevos datos, es algo que los pseudoarqueólogos son incapaces de hacer.

En definitiva, hemos de ser conscientes de que el pensamiento crítico o científico no surgen de manera natural. Son necesarias formación, experiencia y esfuerzo. Es más fácil explicar los hechos con extraterrestres, ovnis, fantasmas y demás, que dedicar mucho tiempo y esfuerzos para comprender todos los aspectos de una cultura ya desaparecida. Por esto ninguno de estos libros profundiza en las culturas que abordan. Son una mera recopilación de hechos aislados, sin un contexto adecuado, que están ahí para sostener un argumento preconstituído. Tenemos que esforzarnos en eliminar nuestra necesidad de certezas y control absolutos y nuestra tendencia a buscar la solución más sencilla y cómoda a cualquier problema. De vez en cuando la solución puede ser sencilla, pero la mayor parte de las veces no lo es.

Como hemos señalado, hay muchísima gente interesada en conocer nuestro pasado pero que acaba completamente desinformada sobre el tema. Creo que parte del problema reside en que los arqueólogos profesionales dedican la mayor parte de su tiempo a escribir y discutir entre ellos acerca de sus descubrimientos (algo imprescindible), descuidando una parte esencial de su labor como es la de comunicar sus hallazgos a la sociedad en un lenguaje claro. Deben divulgar más y mejor. En caso contrario, la gente buscará información por otras vías (internet, libros pseudohistóricos etc.) cuya principal función no es enseñar, sino ganar dinero.

Concluyendo, si a esto lo llamamos pseudoarqueología le estamos dando un estatus que no merece, una justificación de sus afirmaciones. Es como si dentro de la arqueología racional hubiera una frontera más o menos difusa donde podrían tener cabida estos argumentos. Es decir, como si formaran parte del conocimiento racional pero alejados del centro, de una visión arcaica y obsoleta de la historia. Esto es un error.

Llamemos a las cosas por su nombre, esto no es pseudoarqueología, es falsa arqueología.

 

Referencias

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Esta anotación es la segunda y última parte de la versión escrita —y extendida— de la charla sobre ciencia, arqueología y pensamiento crítico que dí el pasado viernes.
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Publicado por José Luis Moreno

Jurista amante de la ciencia y bibliofrénico. Curioso por naturaleza. Desde muy pronto comencé a leer los libros que tenía a mano, obras de Salgari, Verne y Dumas entre otros muchos autores, que hicieron volar mi imaginación. Sin embargo, hubo otros libros que me permitieron descubrir las grandes civilizaciones, la arqueología, la astronomía, el origen del hombre y la evolución de la vida en la Tierra. Estos temas me apasionaron, y desde entonces no ha dejado de crecer mi curiosidad. Ahora realizo un doctorado en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de Málaga donde estudio el derecho a la ciencia recogido en los artículos 20.1.b) y 44.2 CE, profundizando en la limitación que supone la gestión pública de la ciencia por parte del Estado, todo ello con miras a ofrecer propuestas de mejora del sistema de ciencia y tecnología. Socio de número de la AEAC, miembro de AHdC; AEC2, StopFMF y ARP-SAPC

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[…] Recomiendo leer a José Luis Moreno, aka @jlmgarvayo, “Pseudoarqueología no, falsa arqueología (I),” Afán por Saber, 25 Oct 2015; “Pseudoarqueología no, falsa arqueología (y II),” Afán por Saber, 26 Oct 2015. […]

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