historia de la ciencia

Reseña: «Planck. Guiado por una visión, roto por la guerra», de Brandon R. Brown

Reseña: «Planck. Guiado por una visión, roto por la guerra», de Brandon R. Brown

Ficha Técnica

Título: Planck. Guiado por una visión, roto por la guerra
Autora: Brandon R. Brown
Edita: Biblioteca Buridán, 2021
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 318 p.
ISBN: 9788418550287

Reseña del editor

A Max Planck se le atribuye ser el padre de la teoría cuántica, y su obra es descrita por su amigo Albert Einstein como «la base de toda la física del siglo XX». Pero la historia de Planck no es bien conocida, porque su biblioteca, sus diarios personales, sus cuadernos y sus cartas fueron destruidos con su hogar durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que queda, además de sus contribuciones a la ciencia, es un puñado de cartas manuscritas en taquigrafía alemana y los tributos de otros científicos de la época.

En esta biografía, Brandon R. Brown entremezcla las voces y los escritos de Planck, de su familia y de sus contemporáneos para crear el retrato de un físico revolucionario que trabajó en medio de una guerra. Planck pasó buena parte de su vida adulta forcejeando con la crisis de identidad de ser un alemán influyente con ideas contrarias a su gobierno. Durante la última parte de su vida, sobrevivió a combates y bombardeos, a operaciones quirúrgicas y a transfusiones de sangre sin dejar de realizar su labor de físico influyente enfrentado a menudo con una burocracia nazi violenta y en descomposición.

Cuando su hijo fue acusado de traición, Planck trató de hacer valer su condición de «tesoro nacional» alemán y escribió directamente a Hitler para tratar de salvar la vida de su hijo, sin conseguirlo. Esta historia de un hombre brillante que vivió en tiempos muy peligrosos sitúa a Max Planck en el lugar que legítimamente le corresponde en la historia de la ciencia, y muestra el impacto que tuvo en su vida y en su obra una Alemania desgarrada por la guerra.

Reseña

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Las evidencias no son lo que eran

Las evidencias no son lo que eran

Juan Pimentel, Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Poco después de crearse la Royal Society en 1662 se eligió un lema bien significativo que todavía figura en su filacteria (esa especie de banderola que acompaña a ciertas iconografías): Nullius in Verba, “en las palabras de nadie”. Aludía a un pasaje de Horacio, donde proclamaba “no sentirse obligado a jurar por las palabras de maestro alguno” (Nullius addictus jurare in verba magistri).

Escudo de la Royal Society británica, con el lema Nullius in Verba. Wikimedia Commons

Los pioneros del experimentalismo se desmarcaban así del criterio de autoridad empleado por los escolásticos. El conocimiento de la naturaleza se apoyaba en las evidencias empíricas y no en las palabras de Aristóteles, Dioscórides o Plinio el Viejo.

Pasadas las guerras civiles y restaurada la monarquía en Inglaterra, aquellos eruditos necesitaban reconstruir el edificio de la sabiduría sin rendir pleitesía a los antiguos ni tampoco atentar contra el orden social. Desde entonces, los científicos siempre proclamaron su independencia respecto al saber heredado. Los experimentos conspiran contra la palabra escrita y el saber establecido. Se trata de producir hechos que derriben esas verdades antiguas.

Hechos, no palabras

Desde entonces, los científicos han tratado siempre de aislar sus controversias de las cuestiones morales, políticas o religiosas. Ellos hablan desde los hechos. Las palabras, y no sólo las de los antiguos, quedaban bajo sospecha, al igual que la retórica y el lenguaje figurado. Einstein decía que dejaba las cuestiones de estilo para su sastre.

La historia de la ciencia de los últimos cuarenta años ha debatido largamente este tipo de cuestiones. A día de hoy sabemos que aquellos experimentalistas emplearon técnicas literarias, instrumentales y sociales para acreditarse y desacreditar a sus oponentes (una de ellas precisamente fue la proclamación retórica de la neutralidad y el distanciamiento del mundo para juzgarlo).

El experimento crucial de la Óptica de Newton tardó décadas en ser admitido en el continente y aun así fue rebatido después. Huygens no entendió la luz a la manera corpuscular, sino bajo el paradigma ondulatorio. Y Goethe, todo lo amateur que se quiera, impugnó la teoría newtoniana, siendo el poeta alemán reivindicado mucho después por el propio Heisenberg.

Ciencia y controversia

La ciencia, en una palabra, es una práctica social. La controversia forma parte de su naturaleza. Aunque existen procedimientos, reglas y métodos para probar hechos y demostrar evidencias, no existe un solo método científico, universalmente aceptado y eterno, como tampoco unas verdades que progresivamente son desveladas en el tiempo.

La historia de la ciencia no es la de cómo salimos de la oscuridad para adentrarnos en una Ilustración triunfante. Lo que se daba por sentado o incluso por probado (la inmutabilidad de las especies, la teoría del flogisto, la naturaleza corpuscular de la luz) a lo largo de la historia ha sido refutado, olvidado, parcial o completamente alterado y corregido.

Los hechos no son lo que eran, ni las opiniones, pues tanto en la producción de evidencias como en su circulación (en redes de expertos o de legos) cuesta operar con un bisturí tan fino como para discriminar completamente entre hechos probados, teorías, marcos interpretativos, opiniones, conocimientos tácitos e intereses.

La sociología de la ciencia habla de sobredeterminación teórica de los experimentos, de construcción social de los hechos y de ese tipo de cosas que otros –puestos a usar la brocha gorda– tachan de postmodernas y relativistas.

La historia del escepticismo y la de las imposturas intelectuales y científicas, desde Pirrón al affaire Sokal, constituyen la densa trama de una historia sofisticada y apasionante, la de la ciencia, que efectivamente se parece menos a un hilo rojo que a un tejido o un texto, compuesto por muchos hilos, muchos lazos, tramas enrevesadas y palabras sobre palabras.

Pensando en la actual pandemia, las evidencias a día de hoy son firmes en lo que se refiere a la vacunación y los índices de contagio. Es lógico darle más crédito a un virólogo que lleva treinta años trabajando en el RNA que al primer tertuliano o cantante ocurrente, pero también es cierto que no todos los virólogos piensan ni dicen exactamente lo mismo. Hay consensos generalizados y dudas razonables.

El origen del Covid-19 está siendo sometido a un escrutinio que se promete tan polémico que quizás nunca lleguemos a saber con razonable certeza dónde se originó. Pero tampoco debería extrañarnos. Darwin se pasó veinte años observando el efecto de las lombrices sobre el manto vegetal. Los procesos geológicos y la selección natural a través de vastos lapsos de tiempo tampoco eran fenómenos fáciles de apreciar. Costó mucho convertirlos en evidencias.

También Galileo se esforzó en vano en demostrar que la luna tenía montañas. Los telescopios no estaban legitimados como fuentes fidedignas para hacer filosofía natural.

¿Y qué decir de la sífilis de finales del siglo XV, atribuida a los franceses, los españoles, los nativos americanos y por supuesto a los judíos? Pero si la sífilis, la viruela o el cólera vivieron polémicas, movimientos antivacunistas y campañas profilácticas que nos resultan muy familiares desde la actual pandemia, hay un dato que las distingue. Aquellas fueron epidemias de la edad de la imprenta (libelos, panfletos, escritos médicos, avisos, hojas volanderas, tratados y publicaciones periódicas lo atestiguan). Hoy es la pandemia de la era digital, allí donde la república de las letras se ha expandido y la complejidad en la confección de las evidencias y la circulación de los opiniones se han multiplicado.

Bajo el volcán de la incertidumbre

Yo sabía hace mucho que Plinio, el gran naturalista romano rescatado y adorado por los humanistas, murió en la erupción del Vesubio. Siempre se ha citado como caso ejemplar de los riesgos de la curiosidad extrema. Acercarse al mundo –hoy lo sabemos mejor que nunca– es peligroso.

Muerte de Plinio, ilustración firmada por Yan Dargent, incluida en Histoire des météores et des grands phénomènes de la nature (J. Rambosson, 1883). Wikimedia Commons / BNF / Gallica

Sin embargo, leí hace unos días algo que me dejó desconcertado: que en realidad Plinio, como ninguno de sus contemporáneos, sabía que el Vesubio era un volcán, tan antigua había sido su última erupción. En las cartas de Plinio el Joven, su sobrino, donde se cuentan los hechos, se lee que el sabio confundió los fuegos que veía al fondo con hogueras producidas por los hombres. La noticia es demoledora. Un pueblo que construyó calzadas, acueductos, puentes, un sistema jurídico, la historia natural, la medicina, la poesía y la historiografía que pervivieron durante siglos, no sabía que el Vesubio era un volcán (a pesar de que sabían que el Etna lo era). ¿No era evidente?

Lo que parece cierto es que nos cuesta vivir bajo el volcán de la incertidumbre y de nuestra propia ignorancia, máxime cuando ni nos atrevemos a reconocerlo. ¿No era evidente? Obviamente, no, pues las evidencias ni son lo que eran, ni eran lo que hoy nos parece que son.


Juan Pimentel, Investigador del Departamento de Historia de la Ciencia, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC), Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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Reseña: «El disco celeste de Nebra. La clave de una civilización extinta en el corazón de Europa», de Harald Meller y Kai Michel

Reseña: «El disco celeste de Nebra. La clave de una civilización extinta en el corazón de Europa», de Harald Meller y Kai Michel

     Última actualizacón: 1 mayo 2021 a las 08:14

Ficha Técnica

Título: El disco celeste de Nebra. La clave de una civilización extinta en el corazón de Europa
Autores: Harald Meller y Kai Michel
Edita: Antoni Bosch Editor, 2020
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 397 p.
ISBN: 9788494933103

Reseña del editor

Unos expoliadores de tumbas descubrieron este disco en la cima de la montaña de Mittelberg, en el estado alemán de Sajonia-Anhalt; el arqueólogo Harald Meller consiguió rescatarlo para el dominio público tras una ardua persecución. Desde entonces, coordina la investigación de sus secretos. Junto con Kai Michel, historiador y periodista científico, describe el legendario reino de Nebra, cuyas ramificaciones se extendían desde Stonehenge en Inglaterra hasta Oriente, en una era desbordante de ideas revolucionarias sobre los dioses, el poder y el cosmos. El disco celeste de Nebra nos suministra la clave de un mundo desaparecido al que debemos los fundamentos de nuestra Europa moderna. Es la representación concreta más antigua del cielo. El descubrimiento del enigmático disco de Nebra, en pleno corazón de Europa, ha causado furor. Harald Meller y Kai Michel narran de primera mano la emocionante historia de su rescate y su desciframiento, arrastrando al lector hacia el asombroso mundo de Nebra, que se revela como un capítulo fundacional de nuestro pasado, tan desconocido como fascinante. «Un tesoro de bronce y de oro, enterrado hace miles de años, desvela la existencia de una civilización en el corazón de Europa, desconocida hasta ahora.

Reseña

La expoliación de objetos arqueológicos es una actividad que no ha parado de crecer en todo el mundo. El mercado negro de antigüedades alimenta la voracidad de coleccionistas sin escrúpulos que pagan grandes sumas por hacerse con todo tipo de piezas. Esta actividad no solo hurta los objetos a los investigadores sino que también destruye los yacimientos, con lo que el daño se multiplica al perder el contexto arqueológico, una información esencial para reconstruir nuestro pasado. Esto es lo que, en parte, sucedió con el «disco celeste de Nebra», una placa de bronce casi redonda que pesa alrededor de 2 kg y que tiene un diámetro aproximado de 32 cm; aunque la intervención de Harald Meller fue esencial para paliar en parte los daños.

Ahora podemos conocer con detalle todos los aspectos del rescate de esta importantísima pieza que, junto con otros elementos como espadas y hachas, fue enterrada en el monte Mittelberg, cerca de Nebra (estado federado de Sajonia-Anhalt, Alemania). Y digo rescate, porque este tesoro arqueológico fue recuperado de manos de los expoliadores gracias a una operación policial digna de un guion televisivo en la que Meller tuvo un papel protagonista.

Así, tras su recuperación comenzó la fase de investigación —comenzando por el proceso judicial en el que se trató sobre la autenticidad del hallazgo— una ardua tarea que ha permitido concluir que estamos ante una de las representaciones más antiguas de la bóveda celeste y otros fenómenos astronómicos, con una antigüedad de alrededor de 3 600 años. A día de hoy el disco celeste de Nebra hace las delicias de los visitantes del Museo Estatal de Prehistoria de la ciudad de Halle an der Saale y se ha convertido en una de las piezas estrellas de la exposición.

En definitiva, gracias a este libro vamos a participar en la aventura de reconstruir el panorama de una cultura que nació y murió en el corazón de Europa, la denominada «Cultura de Unetice», documentada en buena parte de Europa central entre los años 2 200 y 1 600 a.e.c. Y es que estamos ante uno de los primeros Estados del continente; un sistema en el que una élite muy reducida controla los recursos y los destinos de la inmensa mayoría, principalmente gracias a un cuerpo militar especializado y una administración centralizada.

Esta afirmación no está exenta de controversia, pero lo cierto es que, tras leer el libro, una de las cosas que más me han impactado ha sido confirmar lo simplistas y primitivas que suelen ser no ya las sociedades prehistóricas, sino nuestra visión sobre ellas.

Este hallazgo es una provocación

Enterrado en torno al año 1 600 a.e.c., es la representación concreta del cielo más antigua hallada hasta el momento. No representa los astros como dioses, vírgenes o animales míticos, tal como sucedía en las culturas de la Antigüedad, sino que nos muestra los cuerpos celestes de una manera muy naturalista, tal como se presentan a los ojos humanos en el cielo: como objetos brillantes de distintas formas y tamaños.

Este hallazgo representa un momento estelar de la humanidad

El disco de Nebra nos ofrece el testimonio de un momento estelar de la humanidad y apenas tenemos idea acerca de la cultura en la que surgió.

De hecho, los autores llaman nuestra atención acerca de un parecido chocante: su sorprendente similitud con un objeto extraordinario de nuestro tiempo, un objeto que, de manera provisional, marca el punto final de lo que dio comienzo con el disco celeste. Se trata del «Disco de oro de las Voyager» incorporado en 1977 en las sondas Voyager lanzadas al espacio por la NASA.

Ambos son discos redondos, aproximadamente del mismo tamaño que un elepé. Ambos están compuestos principalmente de cobre (en uno se ha refinado con estaño para formar bronce; en el otro ha recibido un baño de oro), y en ambos el oro sirve para transmitir los mensajes. Además, se trata de un soporte para mensajes a inteligencias no humanas. El disco de oro quiere informar a alienígenas sobre la vida en el planeta Tierra. El disco celeste de Nebra fue enterrado como ofrenda a las fuerzas sobrenaturales.

Es la clave de una cultura desconocida

El disco celeste se trata del producto de un mundo globalizado cuyas conexiones alcanzan desde Stonehenge hasta Oriente. Comprender cómo se construyó, de dónde procedían sus materias primas, y entender el significado del mensaje que transmite, nos hacen ver que las sociedades del pasado estuvieron realmente conectadas entre sí.

De esta forma. el «Grand Tour», ese gran viaje por Europa que formaba parte obligatoria de la educación de los nobles jóvenes desde el Renacimiento, podría haber tenido una especie de precursor en la Edad del Bronce Antiguo.  Un hecho sorprendente para aquellos que, como yo mismo, no hemos prestado la debida atención a los trabajos que los especialistas en la Prehistoria vienen realizando desde hace décadas.

Es el comienzo de nuestro mundo

El disco celeste es también una clave para descifrar nuestra propia historia. Nos permite comprender cómo un conocimiento muy desarrollado hizo surgir una sociedad importante en Europa Central. Esa sociedad del conocimiento no solo inventó la producción en serie, sino que dio lugar a un poder y una riqueza de una magnitud hasta entonces desconocida.

No puedo más que recomendar este magnífico texto que, estoy seguro, hará las delicias de todos los que nos interesamos por conocer un poco mejor nuestro pasado.

 

Por cierto, quizás te interese esta entrevista que, desde el Museo Arqueológico de Alicante le hicieron a Harald Meller con ocasión de la publicación de este libro.

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Reseña: Del mito al laboratorio. La inspiración de la mitología en la ciencia

Reseña: Del mito al laboratorio. La inspiración de la mitología en la ciencia

     Última actualizacón: 5 mayo 2019 a las 18:56

Ficha Técnica

Título: Del mito al laboratorio. La inspiración de la mitología en la ciencia
Autor: Daniel Carlos Torregrosa López
Edita: Ediciones Cálamo, 2018
Encuadernación: Tapa blanda con solapas.
Número de páginas: 208 p.
ISBN: 978-8416742110

Reseña del editor

La mitología clásica ha alimentado durante miles de años todas las formas de expresión en las humanidades y las bellas artes. Los mitos surgieron como posible explicación de fenómenos naturales, pero también para responder a eternas preguntas sobre el origen y destino de nuestra especie, un esfuerzo imaginativo para superar los límites del saber racional de cada época. Por eso, no resulta extraño que la ciencia y la tecnología se hayan impregnado a menudo de la mitología clásica, y en especial para inspirar la nomenclatura de invenciones y descubrimientos. ‘Del mito al laboratorio’ nos habla de esos personajes mitológicos, cuyos nombres e historias captaron la atención de la comunidad científica hasta el punto de homenajearlos al bautizar muchas «criaturas» nacidas de sus investigaciones.

Reseña

Los mitos clásicos nos hablan de personajes extraordinarios, seres imposibles, habitantes de un mundo que no se corresponde con la realidad que conocemos. Un lugar regentado por dioses y diosas, animales increíbles, hombres y mujeres inmortales, guerreras y guerreros invencibles, gigantes, sirenas y monstruos.

Con esta descripción, Daniel Torregrosa nos invita a comenzar un viaje por la mitología. No hay mejor forma de empezar un libro que nos da a conocer algunas de las historias y leyendas que han cautivado a diferentes pueblos durante miles de años; hasta el punto de que numerosos científicos –también de diferentes épocas– han acudido a ellas cuando han tenido que nombrar algún nuevo descubrimiento.

A los seres humanos nos encanta contar y que nos cuenten historias. Estudios recientes sostienen que nos apasiona la narrativa desde que nos reuníamos alrededor del fuego para hablar de nuestros antepasados; y que esta necesidad ha llegado hasta nuestros días, como cuando nos sentamos delante del televisor y hacemos un «maratón de series». Se trata de un rasgo cultural que nos ha ayudado a articular unos sistemas de cooperación eficaces tanto a las sociedades de cazadores-recolectores como, extrapolando la situación hacia el pasado, a los primeros miembros de nuestra especie.

Joseph Campbell, que dedicó toda su vida a estudiar los mitos de diferentes pueblos y escribir sobre ellos (fue un pensador excepcional), defiende que «la reliquia de esas “viejas historias” adornan las paredes de nuestro sistema interior de creencias, como restos de antiguos utensilios en un yacimiento arqueológico». Y es que encontramos en todo el mundo, y en momentos diferentes de la historia, que estos «arquetipos» o «ideas elementales» han aparecido con vestimentas muy diferentes; diferencias que tienen que ver con las cambiantes condiciones ambientales e históricas.

El libro que ahora reseño tiene una estructura muy sencilla que le otorga un toque de frescura y facilita su lectura: en cada capítulo se presenta a un personaje mitológico que ha sido utilizado por distintos científicos para nombrar algún descubrimiento (constelaciones, planetas, elementos químicos, especies animales etc.). A través de sus páginas nos adentramos en detalles fascinantes de la mitología grecorromana y nórdica sobre todo; pero también de la mitología inuit, de la isla de Pascua (Rapa Nui), de la isla de Hawái, la mitología egipcia, la hindú o la fenicia. Y por supuesto, nos daremos cuenta que los científicos no son personajes extraños que viven «encerrados» en sus laboratorios o universidades, sino que están conectados con su cultura y sus raíces sociales.

Volviendo a Campbell, el mito sirve básicamente para establecer cuatro funciones:

  • La primera es la función mística, la que nos hace advertir cuán maravilloso es el universo, y te hace experimentar un pavor reverencial ante este misterio.
  • La segunda es una dimensión cosmológica, la dimensión relacionada con la ciencia: mostrarte cuál es la forma del universo, pero mostrártela de tal modo que el misterio se haga patente.
  • La tercera función es la sociológica: fundamentar y validar un cierto orden social. Y aquí es donde los mitos varían enormemente de un lugar a otro.
  • Y hay una cuarta función del mito, y es ésta la que creo que hoy debería interesarnos a todos: la función pedagógica, la enseñanza de cómo vivir una vida humana bajo cualquier circunstancia. Los mitos pueden enseñártelo.

«Del mito al laboratorio. La inspiración de la mitología en la ciencia» es un libro repleto de curiosidades y que despierta curiosidad.

Ahora que lo he leído, lo estoy leyendo con mis hijas (tienen ocho años) y os puedo asegurar que están disfrutando muchísimo: no solo quieren saber más sobre los diferentes mitos, sino también sobre astronomía, biología, historia etc. Estamos, en definitiva, ante un libro que hará las delicias de toda la familia.

No hay mejor complemento a esta reseña que la entrevista que Luis Quevedo le ha hecho al autor para su podcast «El Método»:

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Darwin y las leyes de la herencia de Mendel

Darwin y las leyes de la herencia de Mendel

     Última actualizacón: 29 abril 2019 a las 12:41

Introducción

Situémonos en 1865. El año que vio el nacimiento del género literario de la «ciencia ficción» con la publicación de la novela de Julio Verne «De la tierra a la luna», es el mismo en que el matemático Charles Lutwidge Dodgson publica (bajo seudónimo) «Alicia en el país de las maravillas»; también es el año en que Abraham Lincoln es asesinado; y en lo que ahora nos ocupa, el año en que un monje y naturalista austríaco llamado Gregor Mendel presenta su investigación sobre la hibridación de los guisantes en dos reuniones ante la Sociedad de Historia Natural de Brno: la primera el 8 de febrero, y la segunda el 8 de marzo.

Portada del diario The New York Times donde se anuncia el asesinato de Abraham Lincoln.

Si has leído algún libro de historia de la ciencia, un texto sobre los trabajos de Charles Darwin o Gregor Mendel, o has visto algún documental sobre el tema, seguro que han mencionado que fue una lástima que Darwin no leyera el importante artículo de Mendel sobre sus experimentos con guisantes. Resulta irónico que fueran contemporáneos –en 1865, Darwin tenía 56 años y Mendel 43– y que en la misma época en que Darwin estaba «buscando las “leyes de la herencia”», Mendel publicase el descubrimiento de esas mismas leyes pero pasaran completamente desapercibidas.

Como explicación a tan mala fortuna, se ha argumentado que el artículo de Mendel fue «pasado por alto» u «olvidado» al publicarse en una «oscura» –por poco conocida– revista científica. Así, algunos de los avances en la comprensión de la teoría de la evolución que no se produjeron hasta el siglo XX, hubieran tenido lugar mucho antes si Darwin hubiera conocido la obra de Mendel (hablamos de la «unión» de la teoría de la evolución mediante la selección natural con la genética, que se ha conocido como «síntesis moderna» y que se produjo en 1940).

Este argumentario no es nuevo. Cuando se publicó la traducción al inglés del artículo de Mendel en 1901 1, William Bateson escribió en la nota introductoria:

It may seem surprising that a work of such importance should so long have failed to find recognition and to become current in the world of science. It is true that the journal in which it appeared is scarce, but this circumstance has seldom long delayed general recognition.

Puede sorprender que un trabajo de tal importancia no lograra durante tanto tiempo obtener el reconocimiento y se aceptara en el mundo de la ciencia. Es cierto que la revista en la que apareció es poco común, pero esta circunstancia rara vez ha retrasado el reconocimiento general [La traducción es propia].

Mendel, G. (1901), «Experiments in plant hybridization». Journal of the Royal Horticultural Society, p. 2.

Además se insiste reiteradamente en que el trabajo de Mendel fue «ignorado y olvidado» durante 34 años hasta que el propio Bateson reconoció su importancia 2, y fueron citados y reproducidos sus experimentos por Carl Correns, Hugo de Vries y Eric Von Tschermak.

Veamos cuánto de cierto hay en todo ello.

Los hallazgos de Gregor Mendel

Gregor Mendel comenzó su primera serie de experimentos de hibridación con el guisante de jardín en 1856. La fase investigadora de su carrera terminó en 1868 cuando fue elegido abad del monasterio donde vivía y las obligaciones del cargo le impidieron continuar esa labor.

Para sus experimentos escogió una planta fácil de cultivar: Pisum sativum. Se trata de una planta que se reproduce bien, se hace adulta en una sola estación y puede hibridarse artificialmente: sus flores tienen el aparato reproductor masculino y femenino (son hermafroditas). Con sus experimentos Mendel practicó la polinización artificial en más de 28.000 ocasiones al tiempo que mantenía protegidas las plantas de una polinización accidental por insectos.

Escogió centrarse en siete caracteres o «rasgos visibles» representados por dos formas o caracteres alternativos. Como señaló en su ya famoso artículo 3, los caracteres que estudió se referían a las diferencias en:

  1. La forma de las semillas maduras («redonda»/«rugosa»);
  2. El color del tejido de reserva de los cotiledones;
  3. El color del tegumento seminal o flores («blanco»/«violeta»);
  4. La forma de la vaina madura («hinchado»/«arrugado»);
  5. El color de las vainas no maduras («verde»/«amarilla»);
  6. La posición de las flores («axial»/«terminal»);
  7. La longitud de los tallos principales («alto»/«enano»).
Pisum sativum del catálogo sobre la flora alemana de Thome. 1885.

Durante cerca de ocho años Mendel estudió más o menos 34 variedades de tres especies que diferían en los siete caracteres mencionados. De forma meticulosa, fue reservando las semillas producidas por cada planta, las plantó por separado y estudió la nueva generación. Con la misma precisión, tuvo mucho cuidado de registrar todos los datos cuantitativamente.

Cuando analizó los resultados se dio cuenta de que si plantaba semillas de guisantes «enanos» sólo crecían plantas «enanas». Del mismo modo, las semillas producidas por esta segunda generación también producían solo plantas «enanas». Concluyó por tanto que las plantas «enanas» eran de «pura raza». En cambio, las semillas de guisantes «altos» se comportaban de forma diferente: algunas eran de «pura raza» pero otras no lo eran. Estas últimas generaban plantas «altas» las tres cuartas partes de las veces, y plantas «enanas» la cuarta parte restante (es decir, seguían una relación aproximada de 3:1).

Para tratar de encontrar una explicación a este fenómeno, Mendel comenzó a cruzar guisantes «enanos» con guisantes «altos» 4. Los descendientes de este primer cruce resultaron ser todos plantas altas; la característica del enanismo parecía haber desaparecido. A continuación, Mendel permitió que se autopolinizara cada una de estas plantas altas y halló que crecían plantas altas y enanas en la proporción aproximada de 3:1 ya indicada (De las 1.064 plantas del experimento, 787 fueron altas y 277 enanas; una proporción aproximada de 2,8:1,0). Por lo tanto, el «enanismo» había quedado «oculto» en una generación pero reaparecía en la siguiente.

En otras palabras, lo que descubrió es que el carácter de la altura era «dominante» mientras que el enanismo era «recesivo», de tal manera que el primero se imponía al segundo.

Mendel comprobó que los otros tipos de rasgos que había decidido analizar actuaban de la misma manera, lo que le permitió concluir que en la herencia «no» se producía una mezcla de caracteres, es decir, que macho y hembra contribuían en la misma medida a la progenie. Además, los patrones de herencia de la primera y segunda generación fueron similares, independientemente de qué planta hubiera sido el origen del polen, o del esperma, y de cuál hubiera sido el origen del óvulo. Los cruces podían realizarse en cualquier sentido, es decir, se podía utilizar el polen de la planta alta para polinizar a plantas enanas, o viceversa. Los resultados de estos experimentos no dependían por tanto del sexo.

Tras el análisis de toda esta información, Mendel propuso la existencia de «factores» discretos para cada carácter, sugiriendo que eran las unidades básicas de la herencia y que pasaban de generación en generación sin cambios. En las conclusiones del artículo afirmó que había descubierto las leyes que podían predecir la aparición de los diferentes caracteres híbridos en las generaciones sucesivas del guisante, y que probablemente se podría aplicar a otras especies de plantas (insistiendo en que serían necesarios más experimentos para confirmarlo).

El objetivo del naturalista era encontrar una «ley general que gobernase la formación y el desarrollo de los híbridos» utilizando métodos estadísticos. Los dos últimos párrafos de su artículo indicaban que la transferencia de características entre las plantas cultivadas –como el guisante– se podía lograr y parecía ocurrir mediante «pasos integrales discretos» que, si se acumulaban en una especie, podrían «transformarla» en una especie diferente.

¿Qué pensaba Darwin sobre la herencia?

Como hemos adelantado al comienzo, entre enero de 1863 y mayo de 1865 la mayor parte del trabajo de Darwin estaba centrado en la determinación de las bases de la herencia. En su libro «La variación de animales y plantas domésticos», publicado en 1868, intentó aportar una explicación de cómo surge gradualmente a lo largo del tiempo la variación hereditaria.

Darwin no estaba conforme con las teorías existentes, por lo que realizó numerosas observaciones que culminaron con el planteamiento de la llamada «hipótesis provisional de la pangénesis» (que desarrolló en el capítulo XXVII del volumen segundo de «La variación de animales y plantas domésticos»), cuyo manuscrito envió a su amigo Thomas Huxley a finales de mayo de 1865 (conservamos la carta con la que se lo envió el 27 de mayo, así como su devolución el 12 de julio 5).

Portada del libro de Darwin «La variación de animales y plantas domésticos».

Darwin utilizó el término «gémulas» para describir las unidades físicas que representaban a las distintas partes del cuerpo que él creía se reunían en la sangre y luego se dirigían hacia el semen. Para él, estas gémulas determinaban la naturaleza o la forma de cada parte del cuerpo, y defendía que podían responder de un modo adaptativo al ambiente que rodeaba al individuo (la llamada «herencia de caracteres adquiridos»).

En su autobiografía expone su visión de esta hipótesis:

La obra «La variación en animales y plantas domésticos» se publicó en 1868. Se trata de un gran libro que me costó cuatro años y dos meses de duro esfuerzo. Ofrece todas mis observaciones y un número inmenso de datos recogidos de diversas fuentes sobre nuestras producciones domésticas. En el segundo volumen se analizan las causas y leyes de la variación, la herencia, etc. en la medida en que lo permite el estado actual de nuestros conocimientos. Hacia el final de la obra presento mi maltratada hipótesis de la pangénesis. Una hipótesis no verificada posee escaso valor, o ninguno. Pero si alguien realiza luego observaciones que permitan confirmar esa clase de hipótesis, habré prestado un bien servicio, pues así es como se pueden vincular unos con otros un número asombroso de datos aislados».

Darwin, C. R. (2008), Autobiografía, p. 111.

Como vemos, el propio Darwin reconocía que su hipótesis no tuvo muy buena acogida, pero no por ello le restó valor como una aproximación más a la tarea de resolver la cuestión de la herencia.

Aunque Darwin aceptaba que existían híbridos de plantas que eran completamente fértiles, pensaba que sin otras fuentes de variación, la hibridación por sí sola no podía explicar la evolución de las especies. La principal razón era que la hibridación presuponía que ya existían diferencias, lo que ponía sobre la mesa la cuestión del origen de esas diferencias. Este es un detalle que tendremos en cuenta más adelante.

¿Darwin leyó el artículo de Mendel?

Como hemos dicho, Mendel expuso su trabajo ante la Sociedad de Historia Natural de Brno (hoy en la República Checa) en dos sesiones: la primera el 8 de febrero, y la segunda el 8 de marzo de 1865. Más tarde, el artículo titulado «Experimentos sobre la hibridación de plantas» (en alemán en el original: Versuche über Pflanzen-Hybriden) se publicó en las Actas de la sociedad en el volumen de 1866.

Gracias a una anotación a lápiz en el manuscrito original –presumimos que fue hecha por el editor– sabemos que se imprimieron 40 separatas que el propio Mendel envió a distintos científicos. De éstas, cuatro han sido localizadas (son las de Anton Kerner von Marilaun, Karl von Nägeli, Martinus W. Beijerinck y Theodor Boveri). Al mismo tiempo, las Actas se enviaron a alrededor de 115 bibliotecas e instituciones internacionales que contaban con suscripciones. Tanto la Sociedad Real, como la Sociedad Lineana y el Observatorio de Greenwich recibieron un ejemplar que se conserva hoy en día. El volumen 8 del «Catálogo de artículos científicos» de la Sociedad Real (comprensivo de los años 1864-1873) y publicado en 1879 incluye tres de los artículos científicos que Mendel había publicado hasta entonces. También encontramos menciones breves al trabajo de Mendel en la revista de botánica alemana Flora en 1866, 1867 y 1872; y en las Actas de la Academia de Ciencias de Viena en 1871 y 1879.

¿Dónde fueron a parar el resto de las separatas impresas? Sabemos que la casa de Charles Darwin era por aquel entonces una especie de «nudo de comunicaciones» para los naturalistas europeos. Darwin recibía y enviaba cartas diariamente (a día de hoy se siguen editando volúmenes con su correspondencia). También sabemos que Mendel había leído «El origen de las especies» en su traducción al alemán en cuanto apareció la segunda edición en 1863. En su copia, que conservamos, vemos una serie de anotaciones en los márgenes con su característica letra pequeña, así como subrayados en las partes que consideraba más interesantes. Mendel tenía en su biblioteca la mayoría de los libros publicados por Darwin, por lo que sería lógico pensar que le había enviado una de esas 40 separatas.

Sin embargo, no hemos encontrado ninguna obra de Mendel en las colecciones de Darwin, ni tampoco se ha visto ninguna mención al monje austríaco en sus últimos cuadernos de notas o correspondencia.

Si Darwin no recibió el artículo de Mendel, ¿pudo conocer su trabajo?

Estudiando la biblioteca y los cuadernos de notas de Charles Darwin 6, nos damos cuenta de que era muy meticuloso cuando leía trabajos científicos: tomaba abundantes notas y hacía comentarios en los márgenes de los textos. Podía leer el alemán y mantenía correspondencia en dicho idioma con algunos de los principales científicos que estudiaban la herencia como Karl Friedrich von Gärtner, August Weismann y, por supuesto, Nägeli.

Aunque Darwin no recibiera o no leyera la separata del artículo de Mendel, sabemos que tuvo muchas otras oportunidades para conocer su trabajo durante la década de 1870. Veamos algunos ejemplos concretos:

Hermann Hoffmann

La primera referencia al trabajo de Mendel que se ha localizado en la biblioteca de Darwin la encontramos en el librito que el profesor de botánica Hermann Hoffmann publicó en 1869: «Untersuchungen zur Bestimmung des Werthes von Species und Varietät».

En la página 52 podemos leer un resumen del artículo de Mendel, que había aparecido cuatro años antes. Como se conserva la copia que Darwin tenía de este libro, podemos ver que hizo anotaciones a lápiz en las páginas 44 a 46 relativas a las «causas de variación»; así como otros comentarios y subrayados en las páginas 50, 51, 53, 54 y 55. ¿Puede ser que Darwin obviara simplemente la página 52 –en su mayor parte ocupada por la nota a pie donde se resumía el artículo de Mendel– sin prestarle mayor atención? ¿O es posible que leyera el pequeño trozo de texto sin leer la nota al pie?

Página 52 del libro «Untersuchungen zur Bestimmung des Werthes von Species und Varietät».

Sí sabemos con certeza que Darwin prestó importancia al libro de Hoffmann porque lo citó cuando escribió sobre autopolinización y polinización cruzada al publicar «The effects of cross and self fertilization in the vegetable kingdom» en 1876 (la cita está en la página 151 de la segunda edición).

Sea como fuere, el principal problema quizás esté en la conclusión que Hoffmann sacó del trabajo de Mendel: «Los híbridos poseen la tendencia, en la siguiente generación, a volver a la forma paterna [o específica].» Esta frase no ofrece demasiadas pistas acerca de la importancia real de los experimentos de Mendel, por lo que quizás no fuera suficiente para despertar la curiosidad de Darwin (si hemos de ser justos con el botánico alemán, para un trabajo de 171 páginas no se le podía pedir más profundidad).

Johannes Theodor Schmalhausen

La segunda referencia conocida del artículo de Mendel la hizo el joven botánico Johannes Theodor Schmalhausen en 1874, en lo que hoy sería su «tesis doctoral» en la Universidad de San Petersburgo. En cualquier caso, es muy probable que Darwin ni siquiera hubiera conocido la tesis de Schmalhausen dada la escasa difusión de este tipo de trabajos, y además el nombre de Mendel no aparece en ninguno de los artículos donde más tarde se desgranó el contenido de la tesis.

Wilhelm Focke

La tercera referencia aparece en el libro que el médico y botánico Wilhelm Focke publicó en 1881 titulado Die Pflanzen-Mischlinge. Ein Beitrag zur Biologie der Gewächse.

Si analizamos el texto de Focke veremos que en realidad no comprendió mejor la trascendencia del artículo de Mendel de lo que lo hizo Hoffmann. Sin embargo, sí que mencionó con claridad algo que fue muy relevante a posteriori: «Mendel pensaba que había encontrado una relación numérica constante entre los tipos de cruzamiento».

Decimos que esta cita fue relevante porque Correns y Tschermak sí que apreciaron la importancia de este hallazgo cuando revisaron el libro, lo que más tarde les llevaría a profundizar en los experimentos de Mendel.

Volviendo a Darwin, sabemos que poseyó este libro porque le envió su ejemplar a su amigo George Romanes cuando éste le pidió ayuda para la entrada que estaba escribiendo de la Enciclopedia Británica.

George Romanes

Como hemos anticipado, el naturalista y psicólogo George Romanes era un buen amigo de Charles Darwin. El 14 de noviembre de 1880 Romanes le pidió ayuda a Darwin para que le diera una lista de los trabajos que merecía la pena mencionar como colofón al artículo que estaba escribiendo sobre «hibridismo». En respuesta, Darwin le envió su copia del libro de Focke que había recibido poco antes.

Lo relevante de este texto –en lo que a esta anotación interesa– es que en las páginas 108 a 111, Focke resumió el trabajo de Mendel. Sin embargo, los pliegos de las hojas que incluían estas tres páginas no estaban cortados, lo que demuestra que Darwin nunca las leyó (hemos de señalar que muchos libros, hasta no hace mucho tiempo, se vendían intonsos, sin guillotinar, es decir, que era el propio lector quien debía cortar los bordes unidos de las páginas a medida que avanzaba en la lectura).

Romanes encontró el libro muy interesante y se lo devolvió a Darwin el 10 de diciembre de 1880, permaneciendo en su casa hasta que pasó a la biblioteca de la Universidad de Cambridge en 1961. Como hemos indicado, algunas partes del libro nunca se leyeron:

  • Desde el título a la página 8: cortado (por tanto, leído).
  • Páginas 9 a 368: sin cortar. En esta parte se cita el trabajo de Mendel (páginas 108 a 111).
  • Páginas 369 a 376: cortado. Se trata del capítulo sobre las orquídeas.
  • Páginas 377 a 428: sin cortar.
  • Páginas 429 a 536: cortado. Se trata de la parte dedicada a la historia de la ciencia de la hibridación.
  • Páginas 537 a 568: sin cortar.
Portada del libro «Die Pflanzen-Mischlinge. Ein Beitrag zur Biologie der Gewächse».

Por lo tanto, aunque en la novena edición de la Enciclopedia británica (1881–1895) Romanes incluyó el nombre de Mendel en su lista de científicos especialistas en el campo del «hibridismo»; no citó ni profundizó en la naturaleza del trabajo del monje austríaco.

Darwin fallecería finalmente el 19 de abril de 1882.

Conclusiones

Hemos visto que el conocimiento del trabajo de Gregor Mendel no fue tan raro como se ha hecho pensar. La revista donde se publicó se puede encontrar en las bibliotecas de las principales instituciones científicas de todo el mundo. También hemos visto cómo Mendel hizo lo que estuvo en su mano para dar más publicidad a su trabajo enviando hasta 40 separatas a los especialistas de su época; y sabemos que el esfuerzo tuvo recompensa ya que fue citado una docena de veces en los años siguientes.

Sin embargo, es cierto que la verdadera comprensión y valoración de sus experimentos y conclusiones sí tuvieron que esperar hasta comienzos del siglo XX. De ahí que la falta de reconocimiento a su labor no tuviera que ver con un problema de difusión de su trabajo dentro de la comunidad científica, sino más bien con la incapacidad de esa comunidad científica para comprender la relevancia de sus afirmaciones y los resultados de sus «tediosos» experimentos. Quizás la exposición de los mismos en forma matemática contribuyese a esa «incomprensión».

De hecho, sabemos que Darwin no tenía mucho «aprecio» por las matemáticas, como el mismo reconoció en su autobiografía y de lo que se lamentó profundamente:

Durante los tres años que pasé en Cambridge, perdí el tiempo, en lo que respecta a los estudios académicos, tan completamente como en Edimburgo y en el colegio. Probé con las matemáticas […], pero progresé con mucha lentitud. El trabajo me resultaba repugnante, sobre todo porque no era capaz de descubrir ningún sentido en las primeras fases del álgebra. Aquella impaciencia constituía una gran necedad, y en años posteriores he lamentado profundamente no haber ido lo bastante lejos como para entender, al menos, algo de los grandes principios rectores de las matemáticas, pues las personas que poseen ese talento parecen estar dotadas de un sentido adicional. Sin embargo, no creo que pudiese haber ido más allá de un nivel muy bajo.

[…]

No poseo una gran rapidez de entendimiento o de ingenio […] Mi capacidad para el pensamiento prolongado y puramente abstracto es muy limitada; además, nunca habría tenido éxito en el terreno de la metafísica o las matemáticas.

Darwin, C. R. (2008), Autobiografía, pp. 54 y 120.

En definitiva, parece poco probable que Darwin hubiera conocido el trabajo de Mendel con la suficiente profundidad como para prestarle mucha atención. Pero, en cualquier caso, ¿hubiera cambiado algo su concepción de la herencia si hubiera comprendido todas las implicaciones de los experimentos de Mendel?

Referencias

Artola, M. y Sánchez Ron, J. M. (2012), Los pilares de la ciencia. Barcelona: Espasa, 806 p.

Bateson, W. (1901), «Problems of heredity as a subject for horticultural investigation«. Journal of the Royal Horticultural Society, vol. 25, p. 54-61.

Darwin, C. (1868), The variation of animals and plants under domestication. Vol. I. London: John Murray, 494 p.

Darwin, C. R. (2008), Autobiografía. Pamplona: Laetoli, 127 p.

Focke, W. O. (1881), Die Pflanzen-Mischlinge. Ein Beitrag zur Biologie der Gewächse. Berlin: Gebrüder Borntraeger, 569 p.

Galton, D. (2009), «Did Darwin read Mendel?«. QJM: An International Journal of Medicine, vol. 102, núm. 8, p. 587-589.

Hoffmann, H. (1869), Untersuchungen zur Bestimmung des Werthes von Species und Varietät. Giessen: J. Richter, 171 p.

Keynes, M. (2002), «Mendel—both ignored and forgotten«. Journal of the Royal Society of Medicine, vol. 95, núm. 11, p. 576-577.

Lorenzano, P. (2011), «What would have happened if Darwin had known Mendel (or Mendel’s work)?«. History and philosophy of the life sciences, vol. 33, núm. 1, p. 3-49.

Mendel, G. (1866), «Versuche über Pflanzen-Hybriden«. Verhandlungen des Naturforschenden Vereines in Brünn, núm. 4, p. 3-47.

Mendel, G. (1901), «Experiments in plant hybridization». Journal of the Royal Horticultural Society, vol. XXVI, p. 1-32.

Olby, R. C. (1963), «Charles Darwin’s manuscript of pangenesis«. The British Journal for the History of Science, vol. 1, núm. 3, p. 251-263.

Olby, R. y Gautrey, P. (1968), «Eleven references to Mendel before 1900». Annals of Science, vol. 24, núm. 1, p. 7-20.

Punnett, R. C. (1925), «An early reference to Mendel’s work». Nature, vol. 116, p. 606.

Vorzimmer, P. J. (1968), «Darwin and Mendel: The historical connection». Isis, vol. 59, núm. 1, p. 77-82.

Notas

  1. Escrito originalmente en alemán, su traducción al inglés se publicó en Mendel, G. (1901), «Experiments in plant hybridization». Journal of the Royal Horticultural Society, vol. XXVI, p. 1-32.
  2. En el artículo Bateson, W. (1901), «Problems of heredity as a subject for horticultural investigation».
  3. Mendel, G. (1866), «Versuche über Pflanzen-Hybriden«. Verhandlungen des Naturforschenden Vereines in Brünn, núm. 4, p. 3-47.
  4. Esto se denomina un «cruce monohíbrido». Se produce cruzando individuos de dos variedades paternas, cada una de las cuales presenta una de las dos formas alternativas del carácter en estudio.
  5. Olby, R. C. (1963), «Charles Darwin’s manuscript of pangenesis«. The British Journal for the History of Science, vol. 1, núm. 3, p. 251-263.
  6. Gran parte de la cual puede consultarse de manera gratuita en línea.
Publicado por José Luis Moreno en CIENCIA, HISTORIA, 0 comentarios