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Hablar de evolución sin amedrentar

Hablar de evolución sin amedrentar

     Última actualizacón: 8 junio 2018 a las 11:15

Hace unas semanas leí un artículo en la revista Undark titulado Speaking of Evolution, in Non-Threatening Tones escrito por Rachel E. Gross. He decidido traducir esta pieza al castellano −con el permiso de los editores− porque nos cuenta la iniciativa de Rick Potts (que trabaja en el Museo Nacional de Historia Natural en Washington D.C.), de llevar la explicación sobre la teoría de la evolución, y más concretamente, sobre la evolución del hombre, a aquellas comunidades que por diversos motivos (fundamentalmente religiosos) no acuden a la exposición permanente que se exhibe el museo. Es decir, se trata de una labor divulgativa en la que se pretende ir más allá del tradicional papel de los museos como receptores pasivos de visitantes, para llevar cuestiones tan importantes como la evolución directamente a quienes son más reacios a aceptarlas.

Este es un tema realmente esencial ya que considero que el estudio de la evolución biológica en general, y de la evolución humana en particular, es fundamental no solo para comprender cuál es nuestro lugar en el mundo, sino para afrontar los problemas que nos depara el futuro.

Hablando de evolución de forma no amenazadora

Durante dos años, los investigadores del Instituto Smithsoniano han viajado por el país para discutir, con calma, la ciencia de la evolución humana. Este es el por qué.

 

Rick Potts es un evolucionista y darwinista no-ateo. Esto sorprende a menudo a las comunidades religiosas con las que trabaja como jefe del programa «Orígenes del hombre» del Museo Nacional de Historia Natural en Washington D.C.

Criado como protestante —con «énfasis en la palabra “protesta”» como le gusta decir— el paleoantropólogo dedica los fines de semana a cantar en un coro que interpreta canciones sagradas y seculares. A los 18 años se convirtió en objetor de conciencia de la guerra de Vietnam porque sentía que era antitética con las personas que trataban de entenderse entre sí. En la universidad estudió religión comparada. «Quería comprender esa universalidad de los seres humanos», explica enmarcado por los moldes de cráneos de los primeros homininos que se alinean en su oficina en el National Mall. « ¿Cómo entender a todos los seres humanos como una totalidad, en lugar de las divisiones entre las personas?»

Por eso, para él, la evolución humana es el tema perfecto para derribar las profundas barreras que hay entre la gente en un mundo cada vez más polarizado y politizado.

Potts se incorporó en 1985 al Instituto Smithsoniano, la amplia red de museos públicos y centros de investigación de los Estados Unidos, y supo que quería crear un nuevo tipo de exposición sobre la evolución humana, una que fuera más allá de la filogenia y la taxonomía. La elección del título de la sala –¿Qué significa ser humano?– no es accidental. «La nuestra es la única que se hace esta pregunta tan amplia» dice sobre la instalación.

Aun así, Potts se dio cuenta en 2010 que los únicos que acudían a la exposición eran quienes no discrepaban con la ciencia de la evolución. Para llegar a los más de cien millones de estadounidenses que todavía dudan acerca de esa ciencia tendría que llevar hasta ellos las pruebas cuidadosamente empaquetadas.

Ese fue el origen de la «Human origins traveling exhibit», que terminó el año pasado. La idea era llevar las partes fundamentales de la exposición que puede verse de forma permanente en la capital de la nación, a diversas comunidades incluidas las rurales, las religiosas y las remotas. Al menos 10 de los 19 lugares visitados por el Smithsonian se consideraban «desafiantes», lugares donde los investigadores sospechaban que la evolución todavía podía ser un tema polémico por razones religiosas o de otro tipo. La exposición estaría acompañada por un equipo de miembros del clero y científicos cuidadosamente seleccionados por el Smithsonian, e involucrarían al público y al clero local en las conversaciones sobre este tema delicado.

Este proyecto fue financiado en parte por la Fundación John Templeton que respalda los esfuerzos para armonizar la religión y la ciencia, así como el fondo Peter Buck del Instituto Smithsoniano para la investigación de los orígenes del hombre. Parte del objetivo era la educación científica. Después de todo, la teoría de la evolución es la columna vertebral de la química y la biología, el hilo conductor que da sentido a todas las ciencias. La evolución humana es también «uno de los mayores obstáculos —si no el más importante— para la educación científica en Estados Unidos», dice Potts, un hombre de 64 años con gafas de montura metálica y un semblante amable.

Pero enseñar únicamente la ciencia evolutiva no era el objetivo. Potts buscaba algo más sutil: no una conversión, sino una conversación.

«Nuestro objetivo es bajar la temperatura» dice.

«Explorando los orígenes del hombre». Muestra de la exposición en la biblioteca de Historia Natural del Instituto Smithsoniano durante un taller para las 19 bibliotecas participantes.

Si no estás en uno de los bandos del debate sobre la evolución puede ser difícil comprender de qué va todo este alboroto. Aquí tienes la versión corta: el crimen de Charles Darwin no fue refutar a Dios. Más bien, la teoría evolutiva que defendió en «Sobre el origen de las especies» hizo innecesario a Dios. Darwin proporcionó una explicación para el origen de la vida –y, lo que era más problemático, los orígenes de la humanidad– que no requerían un creador.

¿Qué pensaría Darwin si pudiera ver la ira de las guerras sobre la evolución hoy en día?, ¿si supiera que, año tras año, las encuestas nacionales muestran que un tercio de los estadounidenses cree que los humanos siempre han existido en su forma actual? (En muchos grupos religiosos, ese número es mucho mayor). ¿Que entre todas las naciones occidentales, solo Turquía tiene más probabilidades que los Estados Unidos de rechazar rotundamente la noción de evolución humana?

Quienes investigan este tema llaman a este paradigma el «modo conflicto» porque enfrenta la religión y la ciencia entre sí, con poco espacio para la discusión. Y los investigadores están comenzando a darse cuenta de que se hace poco para aclarar la ciencia de la evolución a quienes más lo necesitan. «La aceptación es mi objetivo», dice Jamie Jensen, profesor asociado que enseña biología para universitarios en la Brigham Young University. Casi todos los estudiantes de Jensen se identifican como mormones. «Al final de la asignatura Biology 101 [asignatura introductoria] pueden responder todas las preguntas realmente bien, pero no creen una palabra de lo que digo», dice. «Si no la aceptan como algo real, entonces no están dispuestos a tomar decisiones importantes basadas en la evolución –como vacunar o no a sus hijos, o darles antibióticos».

En 2017, unos investigadores en educación de la biología de la Universidad Estatal de Arizona evaluaron si las estrategias de enseñanza podrían reducir esta sensación de conflicto. Para un estudio añadieron módulos de dos semanas de duración en las clases de biología para abordar directamente los obstáculos filosóficos de los estudiantes, y llevaron a científicos contemporáneos con antecedentes religiosos. Los autores señalaron en el artículo científico que al final de las clases los estudiantes que percibían un conflicto se habían reducido a la mitad, lo que les permitió concluir que discutir la compatibilidad de la religión y la evolución «puede tener un impacto positivo en los estudiantes que se puede extender más allá del aula».

Este trabajo es parte de un movimiento más amplio que busca cerrar la brecha entre la ciencia evolutiva y la religión, ya sea real o percibida. Entre los principales implicados se incluye la Fundación BioLogos, una organización que subraya la compatibilidad del cristianismo y la ciencia, financiada por el director de los Institutos Nacionales de Salud, Francis Collins, un cristiano evangélico; y la Asociación estadounidense para el avance del diálogo científico sobre ciencia, ética y religión (DoSER [por sus siglas en inglés]), un programa que tiene como objetivo fomentar el diálogo científico dentro de las comunidades religiosas.

Estos grupos reconocen que son las barreras culturales, no la falta de educación, las que impiden que más estadounidenses acepten la evolución. «No quiero restar importancia a la enseñanza de la evolución a nuestros estudiantes, creo que es lo más importante que hacemos», dice Elizabeth Barnes, una de las coautoras del estudio sobre educación en biología. «Pero no es suficiente si queremos que los estudiantes acepten realmente la evolución».

La exposición itinerante sobre evolución del Museo Nacional de Historia Natural puede estar entre los esfuerzos más ambiciosos para cerrar la brecha ciencia-religión. La idea de pasar de un debate a una conversación «cambia las reglas del juego, en relación a cómo escuchas y cómo hablas con alguien» dice Potts. Para hacerlo buscó llevar la evolución humana no solo a las personas que querían oír hablar de ella, sino también a aquellos que realmente no querían.

La exposición itinerante incluye esta reproducción de una estatua de bronce creada por John Gurche de un curioso Homo neanderthalensis de dos años que está aprendiendo de su madre.

«Sabíamos que habría reacciones en contra», dice Penny Talbert, una mujer de 47 años que nació en una familia holandesa de Pensilvania y ahora trabaja como bibliotecaria y directora ejecutiva de la Biblioteca Pública de Ephrata en Pensilvania. «No esperábamos la ira».

De todas las comunidades elegidas para albergar la exposición del Smithsonian en 2015, Efrata demostraría ser la más desafiante. La ciudad, cuyo nombre significa «fructífera» y lo recibe del lugar bíblico Ephrath, se encuentra en el corazón del país amish. La mayoría de sus residentes son conservadores cristianos y anabaptistas (amish, menonitas, Brethren); más del 70 por ciento votó por Donald Trump. Efrata también fue la única ciudad que organizó un boicot significativo contra la exposición del Smithsonian, que incluía puntos de información con pantallas táctiles, moldes de cráneos prehistóricos y un panel que señalaba que Homo sapiens comparte el 60 por ciento de sus genes con los plátanos, el 85 por ciento con los ratones y el 75 por ciento con los pollos.

Pero fue una reproducción casi a tamaño real de una mujer neandertal y su hija desnuda lo que provocó el mayor escándalo entre las 30.000 personas del área que atiende la biblioteca. La estatua estaba colocada sobre un soporte de madera en la entrada principal de la biblioteca. Cuando las familias entraban, tapaban a menudo los ojos de sus hijos durante la exposición. Un grupo llamado Young Earth Action abrió una página web titulada «El diablo viene a Efrata», y un editorial en el periódico local acusó a Talbert de «librar una guerra espiritual» en su comunidad.

«Lo que más me molestó fue la estatua de una mujer y un niño pequeño desnudo justo a la entrada de la biblioteca», escribió una mujer en el tablón de la biblioteca. «Me quedé impactada. Nuestra biblioteca debe ser un lugar seguro para nuestros niños, no un sitio donde tengamos que preocuparnos por lo que verán nuestros hijos cuando vayamos a la biblioteca». La carta estaba firmada «una madre molesta».

Cuando visité a Talbert el verano pasado le pregunté si podía pensar en algún tema más ofensivo para su comunidad que la evolución humana. Llevaba unos pantalones vaqueros y unas gafas de sol granate; su cabello era marrón con algunas canas.

«Los abortos probablemente serían más ofensivos», respondió Talbert, «pero también podría ser esto».

Por supuesto, nadie que acude a la exposición «Orígenes del hombre» entra como un papel en blanco; los visitantes vienen moldeados por toda una vida de cultura y ambiente. Y un número cada vez mayor de investigaciones científicas sugieren que los hechos no cambian las creencias de las personas, particularmente cuando esas creencias están embebidas en su seña identitaria.

«En lo que se ha convertido en una sociedad relativamente polémica, ¿podemos crear espacios comunes cuando las personas que tienen diferencias serias y profundas entablan una conversación?» pregunta Jim Miller, presidente de la Asociación presbiteriana de ciencia, tecnología y fe cristiana, y asesor del programa Human Origins. La esperanza, dice Miller, es «que podamos alcanzar sino un nivel de acuerdo, al menos cierto nivel de entendimiento».

Dan Kahan, un experto en comunicación científica en la Facultad de derecho de Yale, cree que es posible, pero solo si abandonamos el terreno retórico trillado. Preguntar a las personas si «creen» o no en la evolución es hacer una pregunta equivocada –sugiere el trabajo de Kahan– porque les obliga a decidirse entre lo que saben y quiénes son.

Cuando le hablé a Kahan sobre el proyecto del Smithsonian, estuvo de acuerdo con la premisa. «Creo que los organizadores están tocando un punto realmente importante, que es el no querer poner a la gente en la posición de tener que elegir entre lo que la ciencia sabe y el ser quienes son como miembros de su comunidad», dice.

«De hecho, los estudios sugieren que eso es lo peor que se puede hacer si quieres que las personas que tienen esa identidad se impliquen abiertamente con la evolución», agrega.

Sugiere que es mejor preguntar a esas comunidades cómo creen que la ciencia debería explicar los mecanismos de la evolución. «La ciencia debe ser fiel a sí misma y averiguar cómo hacer que la experiencia sea lo más accesible posible para la mayor cantidad posible de personas», dice Kahan. Esto implica «enseñarles lo que sabe la ciencia, no convertirlos en otra persona».

Breve vídeo introductorio en el que Rick Potts nos explica algunas de las pruebas de la evolución humana.

Aproximadamente hacia la mitad de la sala de la exposición de los «Orígenes del hombre» se encuentra un punto de información interactivo que plantea la pregunta principal: «¿Qué significa ser humano?». En él los visitantes pueden ver respuestas antiguas: «Apreciamos la belleza», dice una. «Creer en el bien contra el mal», dice otra. «Escribe poesía y ecuaciones… Crea y habla sin cesar sobre eso… Imagina lo imposible… Ríe… Llora por la pérdida de un ser querido… Comprende nuestra conexión con otros seres vivos».

Luego se invita a los visitantes a escribir sus propias respuestas. Muchas de ellas, que aparecen en la página web de Human Origins, están centradas en Dios, son anti-evolución o no tienen nada que ver con la ciencia, pero eso no preocupa a Potts. Por supuesto que le gustaría ver una sociedad que aceptase más fácilmente la ciencia de la evolución. «Pero mi filosofía sobre esto es que la aceptación tiene que venir desde dentro», dice. «No vendrá de un esfuerzo externo para conseguir esa aceptación».

Lo que puede venir del exterior es la comprensión a través de la conversación. Incluso en Efrata, sugiere Talbert, la mayor sorpresa fue ver cuánto compromiso había alrededor de la exposición. «No todos terminaron esas conversaciones sintiéndose increíblemente emocionados», dice Talbert, «pero creo que todos se fueron sintiendo que los habían escuchado».

Y para Potts ese fue siempre el objetivo: pasar de la retórica nacional de un debate turbulento a una conversación a fuego lento. «El “modo conflicto” es algo que hemos heredado de las generaciones pasadas y depende de nosotros realmente si queremos continuar con él», dice. «Tenemos una alternativa».

La exhibición itinerante incluía un conjunto de réplicas de cráneos en 3D que representan importantes descubrimientos en el campo de la evolución humana. Estas réplicas quedaron finalmente en cada comunidad que albergó la exposición.

Notas

  • Tengo que agradecer a los editores de Undark el permiso para traducir este artículo.
  • Las imágenes que ilustran esta anotación se han tomado de la página que el Instituto Smithsoniano tiene abierta sobre esta exposición itinerante. Se ha hecho siguiendo el código ético de la propia institución sobre el uso de sus publicaciones.

Publicado por José Luis Moreno en CIENCIA, 0 comentarios
¿Einstein creía en Dios?

¿Einstein creía en Dios?

     Última actualizacón: 21 septiembre 2017 a las 15:36

La pregunta encierra dificultades. Una respuesta simplista sería sí, Albert Einstein creía en Dios y era religioso. Sin embargo, para ofrecer una respuesta más ajustada a la realidad tenemos a nuestra disposición un buen número de testimonios escritos donde detalla su postura al respecto. Pasemos a analizarlos brevemente.

Sucedió que, estando Einstein celebrando una reunión en una casa de Berlín en 1927, el crítico teatral Alfred Kerr se extrañó de haber oído que era profundamente religioso, tomándoselo a broma. Einstein respondió con calma:

Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido soy de hecho religioso.

Podemos atisbar por tanto que Einstein no compartía la concepción cristiana ni judía de la deidad. En varias ocasiones expuso esta idea, y en una carta escrita en 1929 sostuvo que creía en el Dios de Baruch Spinoza, que se revela en la armonía del mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y los actos de los seres humanos. Esta explicación le valió la crítica de algunos medios religiosos conservadores, al tiempo que era empleada por algunos ateos para defender su punto de vista. Esta es otra manipulación simplista.

Dado el interés que despertaba cualquier comentario del científico vivo más famoso del mundo, escribió un artículo para el New York Times Magazine titulado Religion and Science donde ofreció su idea acerca del origen de la religión: en el hombre primitivo, es sobre todo el miedo el que produce las ideas religiosas: miedo al hambre, a los animales salvajes, a la enfermedad, a la muerte. Como en esta etapa de la existencia suele estar escasamente desarrollada la comprensión de las conexiones causales, el pensamiento humano crea seres ilusorios más o menos análogos a sí mismo de cuya voluntad y acciones dependen esos acontecimientos sobrecogedores.

Se refiere por tanto a la mitología, que surgió como un mecanismo para explicar los fenómenos naturales y los males que aquejaban a los hombres, otorgando a los dioses el control de su destino.

Continúa afirmando que en una segunda etapa, el deseo de guía, de amor y de apoyo empuja a los hombres a crear el concepto social o moral de Dios. Este es el Dios de la Providencia, que protege, dispone, recompensa y castiga; el Dios que, según las limitaciones de enfoque del creyente, ama y protege la vida de la tribu o de la especie humana e incluso la misma vida; es el que consuela de la aflicción y del anhelo insatisfecho; el que custodia las almas de los muertos.

Por último, aduce la existencia de un tercer estadio de experiencia religiosa común a todas ellas, y que denomina “sentimiento religioso cósmico”. Quien posee este sentimiento siente la inutilidad de los deseos y los objetivos humanos, mientras que se maravilla del orden sublime que revela la naturaleza y el mundo de las ideas. La existencia individual le parece una especie de cárcel y desea experimentar el universo como un todo único y significativo. Podemos ver en esta explicación algunos de los aspectos que caracterizan la religión budista.

En otro ensayo publicado en 1930 (Forum and Century, vol. 84, p. 193-194) expone claramente su visión de la religión:

La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y no pueda ya admirarse, y no pueda ya asombrarse ni maravillarse, está como muerto y tiene los ojos nublados. Fue la experiencia del misterio (aunque mezclada con el  miedo) la que engendró la religión. La certeza de que existe algo que no podemos alcanzar, nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más deslumbradora, a las que nuestras mentes sólo pueden acceder en sus formas más toscas… son esta certeza y esta emoción las que constituyen la  auténtica religiosidad. En este sentido, y sólo en éste, es en el que soy un hombre profundamente religioso. No puedo imaginar a un dios que recompense y castigue a sus criaturas, o que tenga una voluntad parecida a la que experimentamos dentro de nosotros mismos. Ni puedo ni querría imaginar que el individuo sobreviva a su muerte física; dejemos que las almas débiles, por miedo o por absurdo egoísmo, se complazcan en estas ideas. Yo me doy por satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la conciencia de un vislumbre de la estructura maravillosa del mundo real, junto con el esfuerzo decidido por abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.

Por lo tanto, deja a las claras que no cree en un dios personal, idea ésta ajena a las religiones monoteístas. Para él, el sentimiento religioso cósmico es el motivo más fuerte y más noble de la investigación científica. Podríamos decir que Einstein tenía fe en la racionalidad, en la capacidad del hombre de buscar una explicación causal al mundo que le rodea, en su búsqueda por desentrañar los secretos de la naturaleza para, una vez logrado el objetivo, darse cuenta de que siempre hay algo que queda oculto, inaccesible. Más allá de la comprensión humana:

¡Qué profundos debieron ser la fe en la racionalidad del universo y el anhelo de comprender, débil reflejo de la razón que se revela en este mundo, que hicieron consagrar a un Kepler y a un Newton años de trabajo en solitario a desentrañar los principios de la mecánica celeste!

Sólo quien ha dedicado su vida a fines similares puede tener idea clara de lo que inspiró a esos hombres y les dio la fuerza necesaria para mantenerse fieles a su objetivo a pesar de innumerables fracasos. Es el sentimiento religioso cósmico lo que proporciona esa fuerza al hombre. Un contemporáneo ha dicho, con sobradas razones, que en estos tiempos materialistas que vivimos la única gente profundamente religiosa son los investigadores científicos serios.

Para el científico, el sentimiento religioso adquiere la forma de un asombro extasiado ante la armonía de la ley natural, que revela una inteligencia de tal superioridad que, comparados con ella, todo el pensamiento y todas las acciones de los seres humanos no son más que un reflejo insignificante. Este sentimiento es el principio rector de su vida y de su obra, en la medida en que logre liberarse de los grilletes del deseo egoísta. Es sin lugar a dudas algo estrechamente emparentado con lo que poseyó a los genios religiosos de todas las épocas.

Para Einstein, la ciencia sólo pueden crearla los que están profundamente imbuidos de un deseo profundo de alcanzar la verdad y de comprender las cosas. Es la curiosidad que todo lo puede, esa necesidad de saber, de conocer, de desentrañar todos los misterios. Para él, este sentimiento brota, precisamente, de la esfera de la religión.

No puedo imaginar que haya un verdadero científico sin esta fe profunda. La situación puede expresarse con una imagen: la ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia ciega.

 

Bibliografía


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