cultura

Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 2)

Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 2)

     Última actualizacón: 13 agosto 2017 a las 10:43

Continuamos con la serie iniciada en la anterior entrada que analiza el artículo titulado: ¿Qué nos hace humanos? Respuestas desde la antropología evolutiva (What makes us human? Answers from evolutionary anthropologyy que apareció publicado a finales del año pasado en la revista Evolutionary Anthropology.

El niño viene antes de que el hombre: el papel del desarrollo en la producción de variación seleccionable

Sarah Hrdy, profesora de antropología en la Universidad de California en Davis, relata que una concatenación de eventos y adaptaciones llevaron a algunos simios bípedos, inteligentes y fabricantes de herramientas del género Homo a evolucionar hacia cerebros aún mayores con aptitudes especiales para el lenguaje y para transmitir información compleja, incluyendo modelos de comportamiento socialmente admitido («moral»).  Es poco probable que estos simios hubieran evolucionado de la forma que lo hicieron sin una especial “relación con el otro” (other-regarding).  Es la aparición de esta faceta de la naturaleza humana lo que más intriga a la autora.

Afirma que otros simios pueden atribuir estados mentales de otros y, al nacer, tienen el equipamiento neurológico necesario para imitar algunas expresiones faciales de su cuidador, como hacen los humanos recién nacidos.  En algunas circunstancias, los chimpancés identifican la situación de apuro por la que otro pasa, o su necesidad de ayuda.

En cambio, desde una edad temprana, los bebés humanos ofrecen comida a otros de forma voluntaria, eligiendo incluso lo que es más probable que les guste.  Mucho antes de que puedan hablar, observan obsesivamente las intenciones y están deseosos de aprender lo que otra persona piensa y siente, incluso sobre ellos mismos, llevándoles a expresar orgullo o vergüenza.

Hrdy recuerda que desde Darwin, las explicaciones de esta tendencia se han centrado en la necesidad de contar con ayudantes «altruistas» para la caza o los enfrentamientos intergrupales. Pero si las ventajas de la caza eran suficientes, ¿por qué los antepasados cazadores de los chimpancés (que han tenido seis millones de años a su disposición) no evolucionaron para ser también más cooperativos? ¿Por qué es tan rara la ayuda coordinada?  En la naturaleza, el cuidado en común de los jóvenes ha sido un precursor para formas superiores de cooperación.

Encontramos formas elementales de cuidado infantil compartido en todo el orden primate, aunque no entre los grandes simios ya que las madres, muy posesivas, limitan el acceso a las crías.  Su hipótesis, llamada de la cría o crianza cooperativa (Cooperative Breeding Hypothesis) sostiene que los simios bípedos del Plio-Pleistoceno africano, sobrecargados por el costoso amamantamiento de los bebés, difícilmente pudieron permitirse la crianza exclusiva de los hijos. Tanto sus padres como otros miembros del grupo debieron haber ayudado a cuidarlos y alimentarlos.  Sugiere, en definitiva, que aquellos bebés con más capacidad para la observación de los estados mentales de los otros, para conmover y así obtener alimentos, serían los mejor cuidados, los mejor alimentados y, por ende, quienes contaran con mayores probabilidades de sobrevivir y transmitir su acervo genético.

Abuelas y sus consecuencias

Tanto lo que compartimos como lo que no con nuestros primos primates, es lo que nos hace humanos.

Para Hawkes, profesora de antropología en la Universidad de Utah, nuestras vidas más largas, una madurez más tardía, y un destete más temprano podrían haber evolucionado en un antepasado inteligente y extrovertido gracias a la crianza por las abuelas.  Ni la caza cooperativa ni la agresión letal nos distingue de los chimpancés.  La crianza por los abuelos sí.

Aunque una mayor dependencia juvenil pueda parecer que reduce el éxito reproductivo de una madre, ofrece sin embargo una nueva oportunidad adaptativa para las hembras de avanzada edad con la fertilidad en declive.  Esta nueva oportunidad es clave para la hipótesis de la crianza por las abuelas que defiende la autora (Grandmother Hypothesis): al encargarse del cuidado de los nietos, las ancianas permitirían a las hembras más jóvenes dar a luz de nuevo más pronto sin pérdidas netas en la supervivencia de la descendencia.  Así, como las abuelas más activas dejan más descendientes, las tasas de envejecimiento se retrasan.  Esto hizo aumentar la longevidad y los años de vida de las mujeres más allá de la edad fértil.  La reducción de la mortalidad en los adultos redujo el riesgo de morir antes de reproducirse, favoreciendo el retraso de la madurez para obtener las ventajas de un mayor crecimiento corporal.

Aunque la fertilidad femenina termina a edades similares en humanos y en otros grandes simios, la diferencia no está en la menopausa, sino en un envejecimiento somático más lento.  Otros simios se debilitan durante los años fértiles y raras veces viven más allá de esa frontera.  No así los humanos.

Hawkes hace hincapié en que los bebés humanos, a diferencia de otros simios recién nacidos, no pueden contar con toda la atención de su madre.  Por ello, la crianza por las abuelas hace que la supervivencia de los bebés sea más variable en relación a las propias habilidades del bebé para conectar con sus cuidadores.

Cómo damos a luz contribuye a la rica estructura social que subyace en la sociedad humana

La autora, profesora de antropología en la Universidad de Delaware, se centra en dos aspectos de la cooperación que son consecuencia directa del patrón de nacimiento de los seres humanos: la ayuda durante el parto (y, de forma más general, el apoyo a las madres durante el embarazo, el alumbramiento y la lactancia), y el cuidado del recién nacido.

El nacimiento de los seres humanos es complicado porque los neonatos giran mientras pasan a través del canal del parto, como resultado de las adaptaciones pélvicas debido al bipedismo y al aumento craneal que evolucionaron en mosaico hace entre 6 y 4 millones de años, y que motivó la postura en la que nacen los bebés, mirando al lado opuesto de sus madres.  A diferencia del parto del resto de primates, que generalmente es solitario, el parto con rotación humano no pudo evolucionar fuera de un contexto social en el que la mujer tuviera asistencia tanto física como emocional durante el nacimiento.

Rosenberg entiende que la intensificación de los esfuerzos para el éxito reproductivo de las mujeres embarazadas, de las parturientas, y de las madres lactantes, puede ser un aspecto esencial de nuestra adaptación.  Permite que puedan gestar niños de mayor tamaño, con mayor capacidad craneal, con hombros más anchos, y cuidarlos durante períodos prolongados.

Más allá de la ayuda en el parto, la inversión en la infancia también es posible porque los seres humanos se ayudan los unos a los otros, compartiendo la alta demanda de energía, la vigilancia intensiva y el cuidado atento que tanto beneficia a las madres y a sus bebés.

Concluye que esta red de vínculos sociales, y su elaboración en apoyo de la reproducción humana y la crianza de los hijos, están entre los factores críticos que dan forma a la singular adaptación del ser humano y, a pesar de nuestros estrechos vínculos genéticos y de comportamiento con otros primates, establece un patrón de comportamiento social que nos distingue de nuestros parientes primates.

¿A quiénes pertenece la cultura?

Para Mary Stiner y Steven Kuhn, ambos profesores de arqueología en la Universidad de Arizona en Tucson, la “cultura” compleja y un modo lingüístico de comunicación son dos de las cosas más obvias que nos hacen humanos.  A pesar de esto no somos las únicas criaturas que poseen capacidad para la cultura.  De hecho, hay una considerable variedad de opiniones entre los antropólogos acerca de si la cultura, entendida como una adaptación cognitiva y de comportamiento, distingue a los humanos de otros animales o se trata más bien de una cuestión de grado.

Aislar la especie humana del resto de animales, presentes y pasados, es una práctica común al explicar la evolución humana, y también en las narraciones religiosas acerca de la creación del hombre.  Por muy atractiva que pueda ser esta práctica, los intentos de ruptura absoluta con otras formas de vida nos impiden aprender cómo han desarrollado los seres humanos sus habilidades y su dependencia de la cultura.

Los autores ponen de manifiesto que distintos estudios sobre el comportamiento demuestran que otros mamíferos y algunas aves desarrollan prácticas de conocimiento local que se transmiten entre los individuos y a lo largo de las generaciones.  Parece ser que la principal barrera para llamar a estos ejemplos cultura rudimentaria es que los comportamientos se transmiten por medios distintos del lenguaje humano.  Sin embargo, los humanos compartimos nuestra cultura a través de modos de comunicación lingüísticos y no lingüísticos.  El lenguaje corporal, los gestos, y otros comportamientos sencillos son fundamentales para la transmisión de muchas habilidades y otras formas de conocimiento cultural.  ¿Por qué tenemos que admitirlos como canales de transmisión cultural en los seres humanos, pero no en otros organismos sociales?

El lenguaje humano es muy versátil y no hay nada parecido en el resto de animales.  Sin embargo, que los experimentos con primates no humanos o con cetáceos fallen a la hora de producir el lenguaje humano no es la cuestión.  Stiner y Kuhn son tajantes: no podemos esperar que los grandes simios y los delfines imiten nuestros modos de comunicación, como no podemos esperar que las libélulas vuelen como los pájaros.

Ser o no ser (humano), ¿esa es la pregunta?

¿Qué nos hace humanos?  Parece una pregunta perfectamente razonable e interesante sobre la que indagar pero, incluso con un examen superficial, no tiene sentido en absoluto.  Siguiendo el criterio general de que toda afirmación científica debe ser verificable, no queda claro que la respuesta a esa pregunta cumpla con los requisitos.

Para Kenneth Weiss, profesor de antropología y genética en la Universidad Penn State, una respuesta obvia y aparentemente objetiva que rápidamente nos viene a la mente sería poseer “el genoma humano”.  Sin embargo, el autor lo entrecomilla porque para él ¡no existe tal cosa!  Sostiene que una secuencia de ADN configurada por quizás más de una persona (la verdad aún no está clara) que se actualiza y corrige repetidamente es un ideal platónico.  Como toda mezcla, ningún humano (¡signifique lo que signifique!) tuvo nunca esa misma secuencia.  Estrictamente hablando, se trata de una secuencia de referencia arbitraria.  Así que ¿necesitamos una segunda referencia, como por ejemplo la secuencia genética del «chimpancé» (sólo un modelo más), para tener un límite exterior de humanidad?  ¿Y por qué escogemos un chimpancé? ¿Por qué no, por ejemplo, los gorilas, las jirafas, o los gruñones neandertales? ¿O son también humanos y por tanto no un grupo externo?  ¿Deberíamos quizá escoger “el” gen de un rasgo determinado (otro ideal platónico)? ¿Quién decide qué gen? Cuando un nucleótido puede ser la diferencia entre la vida y la muerte por una enfermedad o un fallo en el desarrollo embrionario, ¿cuál tendríamos que considerar?

Esta complejidad sugiere que deberíamos fijarnos en los rasgos más que en los propios genes.  ¿Cuál debería ser, la morfología dental, la forma de la pelvis o la posición del foramen magnun?  Quizás prefiramos escoger nuestra arrogancia, nuestro lenguaje o inteligencia.  Podemos elegir, por ejemplo, los conflictos armados o la religión como «lo que nos hace humanos», aunque esto descalifica a los cuáqueros y a los ateos.  En definitiva, la selección de los rasgos tampoco proporciona una respuesta fácil.

Analicemos la pregunta en sí: «Qué» implica componentes numerables, «nos» implica identidad colectiva y «hace» implica causalidad determinante.  Por último, «humanos» implica vagamente que sabemos la respuesta antes de tiempo, es decir, una definición intrínsecamente circular.  Concluye que por lo general, y después de todo, en realidad esta no es una cuestión científica.  Todos comprenderán la pregunta de una manera diferente y pueden responder sin caer en una contradicción.  Esto, después de todo, es lo que nos hace humanos.

Publicado por José Luis Moreno en ANTROPOLOGÍA, 1 comentario
Humanidades para humanizar

Humanidades para humanizar

     Última actualizacón: 20 marzo 2018 a las 21:54

Casi no llego…  Esta es la última participación de este blog en la quinta edición del Carnaval de Humanidades. Desde que leí la magnífica presentación de nuestra anfitriona, tuve claro que tenía que esforzarme para lograr plasmar algunas de las ideas que rondan mi mente desde hace algún tiempo y que provocaron, en cierta medida, que empezara a escribir esta bitácora.

Y que mejor forma de hacerlo que a través de las preguntas que tan acertadamente se nos han planteado:

¿Qué harías para recuperar/valorar las Humanidades?

¿Hay Humanidades en la ciencia? ¿Dónde, cómo, cuándo?

¿Son importantes las Humanidades en el siglo XXI? ¿Por qué?

Las “Humanidades” ―del latín humanitas― se han venido considerando como el conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana. Dicho así, tan genérica definición no sirve para nada, por lo que es más habitual definir las disciplinas humanísticas en contraposición con las disciplinas científicas: de aquí la división curricular de la mayoría de estudios académicos entre “letras” y “ciencias”. En el diccionario de la RAE, el término “humanidades” tiene la acepción de “letras humanas”, esto es, la literatura (especialmente la clásica), por lo que deja de lado otras disciplinas tradicionalmente atribuidas a las “letras” como la historia, la filosofía, el arte, la música etc. Por todo ello, y vista la dificultad de encontrar una definición que sea comúnmente aceptada, no me detendré en esta cuestión y daré por bueno lo que la mayoría de nosotros tenemos en mente cuando hablamos de Humanidades.

Sentada cual es mi intención al escribir esta entrada, no voy a discutir aquellos temas que se han tratado con profundidad en otros lugares como, por ejemplo, la celebérrima obra de Charles Percy Snow titulada “Las dos culturas” —intelectuales de letras por un lado y científicos por otro— porque considero que nos encontramos inmersos, como ha defendido John Brockman, en la “tercera cultura”: una época en la que científicos y otros pensadores del mundo empírico, a través de su trabajo y artículos explicativos, han ocupado el lugar de los intelectuales tradicionales (intelectuales de letras) para hacer visibles los significados más profundos de nuestras vidas, redefinir quién y qué somos. Así, los intelectuales de letras ya no se comunican con los científicos, sino que los propios científicos han pasado a comunicarse directamente con el gran público, haciendo notables esfuerzos por expresar sus pensamientos más profundos de forma que sean accesibles para quienes los leen o escuchan.

¿Qué harías para recuperar/valorar las Humanidades?

El enunciado de esta pregunta ya nos deja entrever que las Humanidades no se encuentran en su mejor momento. Comprobamos que esto es cierto por ejemplo cuando la posibilidad de desarrollar en nuestro país una carrera investigadora en Humanidades depende exclusivamente de la docencia, es decir, no existe en puridad una carrera investigadora ya que sólo se convocan plazas cuando quedan vacantes puestos docentes a los que habitualmente solo pueden optar quienes ya son profesores. Esta situación dificulta enormemente la incorporación de las nuevas generaciones y genera una profunda frustración personal.

Para ilustrar esta situación no hace falta más que examinar la tabla que se muestra a continuación y que recoge las estadísticas de publicación de artículos científicos referidos a las Humanidades en España y su relación con el resto del mundo. Los datos hablan por sí solos.

Indicadores bibliométricos de la actividad científica española. Madrid: FECYT, 2004

Indicadores bibliométricos de la actividad científica española. Madrid: FECYT, 2004

La situación por tanto no es halagüeña. A pesar de todo, si queremos que las Humanidades recuperen su pasado esplendor, opino que es esencial fomentar el interés de la sociedad por estas disciplinas. Hoy en día se piensa que estudiar Humanidades no es más que recitar con mayor o menor exactitud una larga serie de datos aprendidos de memoria: genealogías de reyes, fechas históricas, datos de las principales obras de arte etc. Nada más lejos de lo que debería ser.

Sinceramente pienso que la sociedad está interesada en conocer nuestra cultura, presente y pasada, aunque es reacia a sumergirse de lleno en ella por la metodología que se emplea en su enseñanza. Por eso debemos fomentar la curiosidad por conocer nuestras raíces, nuestros antepasados, personas como nosotros que se esforzaban por adaptarse a los diferentes tiempos que les tocaron vivir. Como ha expuesto Arturo Leyte:

Hay que reivindicar el estudio de la cultura humana, el cultivo de lenguas, textos y objetos que nos precedieron. No con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo democrático de ciudadanía

Se hace necesario sacar las clases fuera de las aulas. Por suerte para nosotros vivimos en un país, en un entorno, con un patrimonio artístico, cultural y monumental de primer orden que apenas valoramos. Qué útil sería que la historia se enseñara visitando las ruinas arqueológicas, que los arqueólogos, geógrafos, historiadores y demás humanistas pudieran transmitir con verdadera pasión su quehacer diario, permitir a los jóvenes palpar nuestro pasado y experimentar de primera mano quienes fuimos.

Del mismo modo, estudiar literatura no debería consistir únicamente en aprender la biografía y la lista de obras de los escritores. Como insistía un premio nobel de literatura que escuché hace poco ―perdonadme por no recordar su nombre― la asignatura de literatura debería consistir, simplemente, en enseñar a leer y escribir. Fomentar la visita asidua de las inmejorables bibliotecas españolas, tanto públicas como de nuestro Patrimonio Histórico. Leer libros sin tener que seguir un guión preestablecido a escritores españoles de la Generación del 27 por ejemplo, enseñar a leer profundizando en los textos, haciendo valer la imaginación, la construcción de los personajes, la creación de historias, la descripción, en definitiva, de la concreta realidad que acompaña a cada obra y escritor. Si para ello es preciso acudir a “El Señor de los Anillos”, “20.000 leguas de viaje submarino” o las novelas de Jane Austen, desde luego hay libros peores que estos.

Vista la situación actual, tengo mis dudas de que el estudio de las Humanidades tenga futuro en nuestra sociedad cada vez más tecnificada. Quizás su destino sea desaparecer en el olvido. Desde luego, si la única salida de un estudiante de Humanidades es la enseñanza, y si la forma de medir el éxito en estas disciplinas es ocupar un puesto docente, mejor que dejemos de esforzarnos.

¿Quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente?

Hoy por hoy la respuesta es clara.

globo

¿Hay Humanidades en la ciencia? ¿Dónde, cómo, cuándo?

Por supuesto que hay Humanidades en la ciencia.  La ciencia es cultura.

Debemos partir de que el conocimiento científico es un devenir esencialmente histórico, avanza sobre la base de descubrimientos realizados con anterioridad y gracias al continuo afán por saber del ser humano. Ya lo dijo Newton: la ciencia avanza a hombros de gigantes.

El nacimiento del lenguaje articulado, las primeras manifestaciones del arte rupestre, el nacimiento de la agricultura, la ganadería, el sedentarismo, la formación de las primeras ciudades, el nacimiento de la escritura, el surgimiento del primer sistema de gobierno y demás logros del ser humano no son más que pasos en nuestro desarrollo como especie. La filosofía surgió cuando la cultura griega había alcanzado su madurez; la revolución científica de los siglos de oro tuvo sus antecedentes en los trabajos de los pensadores medievales y en la nueva interpretación de los textos clásicos. Podría decirse que es la evolución lógica del pensamiento humano.

La tecnología impregna nuestra vida. En mi opinión, los científicos están cumpliendo con enorme éxito el papel que les otorga la tercera cultura que propone Brockman: divulgar sus descubrimientos y hacerlos accesibles a los legos. Hoy en día hay un apetito voraz por comprender nuestro entorno, saber qué nos depara el futuro, como avanza la tecnología y cómo evolucionaremos como especie: horas de documentales, miles de blogs y páginas de internet así como la edición de cientos de libros anualmente, dan fe de que la ciencia está a nuestro alrededor de forma constante y que es relativamente sencillo informarse con rigurosidad de cualquier tema.

Por ello, quizás el esfuerzo no debamos pedírselo a los científicos sino a los intelectuales de letras para que su mensaje llegue a la sociedad con mayor eficacia. El conocimiento de las Humanidades no debe reducirse a leer algunos libros y saber algo historia, sino profundizar realmente en nuestro pasado, en las diferentes culturas que viven ―y han vivido― en nuestro planeta, aprender a valorar el arte y la música como reflejo de lo que nos hace humanos.

mapamundi

¿Son importantes las Humanidades en el siglo XXI? ¿Por qué?

Las Humanidades son importantes porque desarrollan la imaginación, el espíritu crítico y el juicio ético, así como fomentan la exploración y permiten la conservación y transmisión de nuestra memoria colectiva. Las Humanidades sitúan a la ciencia en su contexto temporal. El ser humano es cultura.

Como he expuesto más arriba, la investigación científica y los avances tecnológicos que lleva aparejada no se pueden entender separados de la sociedad y de su historia, son productos culturales que viajan en paralelo al desarrollo de una capacidad crítica y de unos criterios éticos que son imprescindibles para nuestro desenvolvimiento como sociedad. La ciencia sin humanidad es inútil.

Termino con la explicación del título de este artículo: las Humanidades son imprescindibles para hacernos más humanos, para que comprendamos quiénes somos, de dónde venimos y a dónde debemos ir. La humanidad sin ciencia no tiene futuro.

Este post participa en la V Edición del Carnaval de Humanidades acogido en Pero eso es otra historia

Publicado por José Luis Moreno en FILOSOFÍA, 5 comentarios
Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 1)

Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 1)

     Última actualizacón: 20 agosto 2017 a las 05:52

Hay una pregunta que ha rondado la mente de filósofos, teólogos y poetas desde el comienzo de la historia: ¿qué nos hace humanos?  La respuesta se ha abordado desde diferentes perspectivas, aunque no fue hasta 1859, con la publicación de una de las obras científicas más revolucionarias de la ciencia, cuando fuimos conscientes de que nuestra especie no era más que un eslabón en la interminable cadena evolutiva.  Me refiero al libro que ha otorgado fama inmortal a Charles Darwin: «El origen de las especies».  Sin embargo, a pesar de que tenemos a nuestro alcance una explicación racional acerca de la existencia del hombre ―superando tradicionales creencias en mitos y leyendas― no dejamos de cuestionarnos acerca de nuestro origen, acerca de qué nos hace ser únicos y diferentes al resto de seres que pueblan este planeta.  La búsqueda de una respuesta no ha terminado aún.

Voy a analizar un artículo que considero de especial relevancia acerca de esta cuestión: ¿Qué nos hace humanos? Respuestas desde la antropología evolutiva (What makes us human? Answers from evolutionary anthropology).  Publicado a finales del año pasado en la revista Evolutionary Anthropology, nos encontramos ante un trabajo muy interesante por su planteamiento: un total de trece antropólogos evolutivos con distintas especialidades nos ofrecen su particular punto de vista en diez artículos con este denominador común. James Calcagno y Agustín Fuentes (ambos profesores de antropología) han sido los encargados de requerir la participación de sus colegas sin imponer más limitaciones que la de responder a la pregunta en 800 palabras o menos.  Ninguno de los autores ha sabido quienes eran los otros participantes para evitar la tentación de que respondieran anticipándose a los comentarios del resto.

Ser humano significa que el “ser humano” significa lo que queramos que signifique

Salvando la quizás algo tosca traducción del título original (Being human means that “Being Human” means whatever we say it means) en este primer artículo, Matt Cartmill Kaye Brown, antropólogos de la Universidad de Boston, se plantean una pregunta diferente a la más genérica de ¿qué nos hace humanos?, y es ¿cuál de nuestras peculiaridades da a al género humano su importancia y significado únicos? Dado que somos nosotros mismos quienes decidimos qué significan las palabras, podemos establecer la frontera entre el ser humano y el resto del mundo animal donde queramos.  De esta forma, el significado, el indicador, y la justificación del estatus humano ha fluctuado a lo largo de la historia occidental.  Por ejemplo, el lenguaje ha sido uno de los caracteres preferidos para establecer esa distinción, aunque hemos asistido a sucesivos cambios del propio concepto de “lenguaje” al tiempo que descubríamos rudimentarias capacidades lingüísticas en diferentes animales.

Los autores niegan asimismo que la conducta prosocial nos haga únicos.  En antropología se entiende por conducta prosocial la acción de ayuda que beneficia a otra persona sin que necesariamente proporcione beneficios directos a la persona que la lleva a cabo, y que incluso puede implicar un riesgo.  Para quienes defienden este criterio diferencial, los seres humanos estarían dispuestos de forma innata a sacrificarse para ayudar a otros, mientras que el resto de simios no.  Sin embargo, la sociología nos indica que es necesaria la socialización para superar el egoísmo innato de los niños. Para explicar esta contradicción, los autores se remiten a dos rasgos que sí consideran genuinamente pan-humanos: nuestra propensión a la imitación ynuestra capacidad para ver las cosas desde la perspectiva de otros.

Los humanos son los únicos mamíferos terrestres que imitan sonidos, así como el único animal que imita las cosas que ve.  La homogeneidad cultural surge a través de la imitación, no de una innata o prosocial tendencia a asimilar o interiorizar normas y valores.  De hecho, para Cartmill y Brown la imitación debe preceder en la ontogenia al comportamiento normativo (a los patrones de conducta, buenas maneras y tabúes) y también en la filogenia homínida.  Por otro lado, nuestra capacidad para ponernos en el lugar de otro nos ofrece una valiosa perspectiva adaptativa acerca de las intenciones de nuestros amigos, enemigos, predadores y presas.  Podemos ser los únicos animales que encuentran gratificante compartir y ayudar tanto a su propia especie como a otras; pero también somos los únicos que encontramos gratificante causar un daño gratuito.

La genética de la humanidad

Katherine Pollard, actualmente en Gladstone Institutes de la Universidad de California en San Francisco, nos confirma que desde el punto de vista genético no hay mucho que nos haga únicos como especie.  Se ha comprobado que, por ejemplo, los genomas humano y del chimpancé (ver Chimpanzee genome Project en inglés) son idénticos en casi un 99%, y que cada uno ha experimentado la misma tasa de cambio desde de la separación de nuestro último ancestro común (hace aproximadamente 6 M. de años).

Sin embargo, existe una evidencia creciente de que las mutaciones en las secuencias reguladoras de los genes que actúan cuando nuestras proteínas son expresadas, desempeñan un papel importante en la biología específica de los seres humanos.  Estas secuencias reguladoras, únicas en los humanos, llamadas “regiones humanas aceleradas” (Human Accelerated Regions en inglés) se encuentran cerca de, y probablemente controlan, un grupo importante de genes involucrados en el desarrollo.  Debido a que muchos de estos genes son factores de transcripción que controlan la expresión de otros genes, es fácil entender cómo un número relativamente pequeño de mutaciones en las secuencias reguladoras pueden alterar la función de toda una red de genes y, por lo tanto, afectar a un rasgo clave, como la morfología de la pelvis o el tamaño del cerebro.

La secuenciación de cientos de genomas de seres humanos vivos y extintos (como por ejemplo los recientes trabajos de secuenciación del ADN de Homo neanderthalensis),  y el estudio de los cambios epigenéticos, podrían ayudar a cambiar el punto de vista actual según el cual, genéticamente hablando, los seres humanos no somos especialmente únicos como especie.

¿Por qué no somos chimpancés?

Robert Sussman, profesor de antropología en la Universidad Washington en St. Louis,  comienza analizando lo que nos diferencia de los chimpancés ―nuestros parientes evolutivos más cercanos― como por ejemplo la anatomía (los chimpancés caminan apoyando los nudillos y están adaptados a subir a los árboles, mientras que nosotros somos bípedos terrestres) y el comportamiento (los chimpancés construyen nidos donde habitan y nosotros no).  Sin embargo, reconoce que analizar las diferencias en el funcionamiento del cerebro es mucho más difícil.

Para él, hay tres características del comportamiento humano que no se han encontrado ni en los chimpancés ni en otro animal; son únicas y ejemplifican lo que significa ser humano: el comportamiento simbólico, el lenguaje y la cultura.

El comportamiento simbólico es la capacidad de crear mundos alternativos, reflexionar sobre el pasado y el futuro, imaginar cosas que no existen.  El lenguaje es la única faceta comunicativa que permite a los seres humanos comunicarse no sólo en un contexto próximo, sino también acerca del pasado, del futuro o, incluso, sobre cosas lejanas e imaginadas, permitiéndonos compartir y transmitir nuestros símbolos a las generaciones futuras.  Por último, la cultura es una capacidad que sólo se encuentra en los seres humanos para crear nuestros propios mundos simbólicos compartidos y transmitirlos.  Aunque los chimpancés pueden transmitir un comportamiento aprendido, no pueden compartir distintas visiones del mundo.

Cognición, comunicación y lenguaje

Robert M. Seyfarth, profesor de biología, y Dorothy L. Cheney, profesora de psicología, ambos en la Universidad de Pensilvania, sostienen que aunque el lenguaje totalmente evolucionado constituye la diferencia más importante entre los seres humanos modernos y los primates, en el ámbito de la comunicación y la cognición encontramos dos características más simples y básicas ―ambas necesariamente precursoras del lenguaje― que hacen a los seres humanos únicos.  La primera es nuestra facultad de representar los estados mentales de otra persona.  El resto de primates parecen no reconocer lo que sabe otro individuo, y menos aún percibir cuando está equivocado.  Al mismo tiempo, el conocimiento de sus propios pensamientos es limitado ya que parecen incapaces de la introspección necesaria para lograr una planificación deliberada así como sopesar estrategias alternativas.  En cambio, los bebés de un año no sólo son conscientes de sus propios pensamientos, sino que los comparten continuamente con los demás.

Además, hay otra diferencia en la comunicación, quizás más básica aun, que nos diferencia del resto de especies animales y es la riqueza de la composición vocal.  Las diferencias de los sonidos emitidos por los animales con el lenguaje humano son evidentes: el nuestro posee flexibilidad acústica, es un lenguaje aprendido y ampliamente modificable.  Hay una hipótesis que intenta explicar la excepción que representa el ser humano: la presión selectiva impuesta por un ambiente social cada vez más complejo favoreció la evolución de una teoría de la mente completa y esto, a su vez, propició la evolución de una comunicación cada vez más compleja que requería una producción vocal flexible.

Una perspectiva neuroantropológica

Benjamin Campbell, profesor asociado de antropología en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee tiene clara la respuesta:lo que nos hace únicos es un cerebro que ha evolucionado bajo la presión social para convertirnos en individuos conscientes de sí mismos (self-aware en inglés) que nos definimos en función de lo que compartimos con nuestros semejantes.

Así, a diferencia del resto de grandes simios, poseemos una mayor esperanza de vida, un desarrollo tardío, y una tasa de reproducción mayor.  En la base de todos estos rasgos descansa el cerebro humano.  Las presiones selectivas que llevaron a un cerebro mayor se centraron en las interacciones de grupo que se desarrollan a lo largo de toda la vida, de ahí que sea muy probable que las características específicas de nuestro cerebro guarden relación con la inteligencia social.  En suma, los seres humanos somos seres intrínsecamente grupales con prácticas y creencias compartidas.

Publicado por José Luis Moreno en ANTROPOLOGÍA, 1 comentario
La ciencia es cultura

La ciencia es cultura

     Última actualizacón: 24 septiembre 2017 a las 12:45

La ciencia es cultura. Esta frase puede parecer trivial por evidente, pero encierra un significado más trascendente que voy a intentar exponer en esta anotación. La ciencia es cultura. Cierto, y la cultura no puede entenderse sin la ciencia, ese conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales según la definición de la RAE.

Una sociedad como la nuestra no puede concebirse sin las explicaciones acerca de la naturaleza, los avances técnicos y el bienestar social que lleva aparejada la ciencia moderna; del mismo modo, la ciencia no puede entenderse fuera del contexto social en que se desarrolla.

Todos conocemos en mayor o menor medida cómo surgió la ciencia o más bien cómo nos lo han explicado. La tradición judía, aceptada tanto por el cristianismo como por el islamismo, de un dios creador separado del mundo que crea se inicia con el relato del Génesis bíblico. En él se pone de manifiesto la trascendencia de Dios, un Dios que no se identifica con el mundo que crea libremente: “en el principio Dios creó el cielo y la tierra”. Se viene a decir que Dios existía ya antes de la creación del mundo permitiendo de esta forma su secularización; un mundo que ahora puede ser observado y estudiado en sí mismo dejando a un lado la confusión entre mundo y divinidad. Así, la desmitificación del mundo es un paso previo y necesario para que pueda ser estudiado racionalmente como ya hicieron, con anterioridad a esta tradición hebrea, los filósofos griegos quienes, ya desde el siglo VI a.C., se embarcaron en la tarea de explicar el mundo desde la razón, sentando las bases de la explicación científica de la realidad.

Sin embargo, para entender en sus justos términos la imbricación entre ciencia y cultura debemos retrotraernos un poco más en el tiempo, alrededor de cinco mil años, y desplazarnos hasta las llanuras fértiles de los ríos Tigris y Éufrates. En esta tierra dura, seca y compleja nace la primera manifestación de la ciencia, la desarrollada por los mesopotámicos.

Para definir el término «ciencia» en este texto, huyendo de convenciones sistemáticas y exhaustivas, me remito a la que empleó Richard Feynman. En las ya famosas John Danz Lecture Series, un total de tres conferencias impartidas por el eminente físico en la Universidad de Washington, expuso que la ciencia posee tres posibles significados o una mezcla de todos ellos: un método especial de descubrir cosas, el cuerpo de conocimientos que surge de las nuevas cosas descubiertas y las nuevas cosas que se pueden hacer cuando se ha descubierto algo (este último campo se denomina tecnología).

Por su parte, el antropólogo inglés Edward B. Tylor ofreció en 1871 en su obra Primitive culture una definición de cultura que, de nuevo sin intención sistemática, considero adecuada para estos propósitos: la cultura es ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, costumbres y todas las demás capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad.

Siguiendo con el argumento, la cultura tuvo su origen, según el también antropólogo White, cuando nuestros antepasados adquirieron la capacidad de simbolizar, es decir, de crear y dotar de significado una cosa o un hecho y, de esta forma, fueron capaces de captar y apreciar tales significados. Esta capacidad es inseparable de la definición del ser humano, son estas habilidades las que permitieron a nuestros antepasados  distinguirse de sus congéneres y evolucionar hasta quienes somos hoy en día.

Así, durante cientos de miles de años los seres humanos hemos compartido (de ahí la importancia del hombre como miembro de la sociedad) las capacidades sobre las que descansa la cultura: el aprendizaje, el pensamiento simbólico, la manipulación del lenguaje y el uso de herramientas y otros productos culturales. Este bagaje cultural nos ha permitido organizar nuestras vidas y hacer frente a los entornos cambiantes que hemos colonizado.

Pero volvamos al comienzo: Mesopotamia. Siguiendo a Jean-Claude Margueron, arqueólogo que ha dedicado la mayor parte de su vida al estudio de la civilización que surgió alrededor del tercer milenio antes de Cristo en las cuencas hidrográficas de los ríos Tigris y el Éufrates, me referiré a los “mesopotámicos” como un término que engloba a los diferentes pueblos que se asentaron en el lugar: sumerios, hurritas, acadios, asirios, babilonios y otros que habitaron en la zona. Todos ellos pueden ser englobados bajo el paraguas de este término ya que hay más similitudes que los unen que diferencias los separan.

La importancia de Mesopotamia (el País de los Dos Ríos ) no radica únicamente en que fue el lugar donde se inventa la escritura, sino porque allí se mantuvo una larga lucha para domeñar un territorio especialmente inhóspito. Los pueblos se enfrentaron a problemas hasta ese momento desconocidos, y las respuestas originales que hallaron son las que definirán Mesopotamia hasta finales del primer milenio y serán la base del saber transmitido posteriormente a egipcios, griegos etc.

No es extraño que esta gran civilización prosperase a orillas de estos dos ríos. Éstos eran peligrosos pero también la fuente de la vida. Para ello debieron «domesticar» las corrientes inventando los canales de irrigación, que posibilitó la protección frente a las crecidas así como la llegada del agua a territorios cada vez más alejados del curso fluvial. El asentamiento estable, el aseguramiento del abastecimiento de agua, los excedentes alimentarios y la creación de ciudades posibilitó el crecimiento cultural de estos pueblos.

Canales de irrigación.

La ciencia mesopotámica la podemos englobar en dos campos generales: en primer lugar podemos hablar del cálculo o las matemáticas, y el segundo término de los fenómenos naturales (aquí incluiremos los conocimientos en medicina y astronomía). Debemos tener presente desde ahora que la división actual del saber en diferentes disciplinas científicas no se ajusta para nada al mundo que estamos describiendo. El saber acumulado por la civilización mesopotámica tiene sobre todo una vertiente práctica, por ejemplo, empleando el cálculo para determinar la superficie de los campos y el volumen de los recipientes destinados al almacenaje; o la observación astronómica para la fijación de un calendario que rigiese los aspectos de la vida diaria… Y es esta imbricación de la ciencia con la cultura y la vida cotidiana lo que motivó que se redujeran notablemente las posibilidades de desarrollar principios de carácter teórico y abstracto, que es la base para el desarrollo de la ciencia en el sentido moderno del término (tanto es así que no existe en su vocabulario términos para designar “principios”, “leyes” o “conceptos”).

Mapa del mundo según los mesopotámicos. British Museum.

Al mismo tiempo, se trataba además de un saber cerrado, restringido a determinados círculos dada la enorme complejidad que presentaba la escritura cuneiforme. Prácticamente todo lo que conocemos de la ciencia mesopotámica son largas listas de términos que describen el mundo animal, vegetal y mineral, de números dispuestos en diferentes modos, de problemas matemáticos con sus correspondientes soluciones, de listas de estrellas y planetas, y de síntomas y de prescripciones médicas. Como hemos dicho, no existen (o quizás no han llegado hasta nosotros) tratados de carácter teórico, lo que hace suponer que la enseñanza hubiera sido verbal, no quedando por tanto indicios de todo el conjunto de principios que regulaban el funcionamiento de las cosas.

Los lugares de aprendizaje eran los propios templos, remedos de los scriptoria medievales, y como aquéllos, servían como vehículos de transmisión de las copias de los documentos que se empleaban para formar a los distintos profesionales. De esta forma, los sacerdotes dominaban la educación, que descansaría en la memorización, la repetición oral de fórmulas y la copia de textos. Además de los templos, las bibliotecas anejas eran importantes centros educativos, también en manos de los sacerdotes, como la biblioteca de Asurbanipal en Nínive, principal fuente de textos escritos de esta época.

Algunas de las características de la medicina mesopotámica pueden resultarnos sorprendentes. En primer lugar, se creía que la enfermedad era un castigo que los dioses infligían por la comisión de un delito, por una ofensa moral o por la ruptura, intencionada o no, de un tabú reconocido. Esto sin embargo no impidió que se emplearan las primeras recetas, tratamientos, instrumentos quirúrgicos, e incluso indicaciones concretas para tratar afecciones internas y externas. Había especialistas en el cuerpo humano, a los que podríamos denominar «médicos», que eran capaces de reconocer ciertos agentes como los causantes de la enfermedad, tales como el polvo, la suciedad, la comida y la bebida. Estos médicos observaban los síntomas del paciente, los agrupaban por enfermedades y aplicaban en ocasiones lo que, en definitiva, serían tratamientos farmacológicos. Veamos un ejemplo extraído del Traité akkadien de diagnostics et de pronostics médicaux, obra transcrita y traducida por R. Labat:

Si, al principio de la enfermedad, el enfermo presenta una transpiración y una salivación profusas, sin que, cuando transpira, este sudor, desde las piernas, alcance los tobillos y la planta de los pies: este enfermo tiene para dos o tres días; después de lo cual debe recuperar la salud.

Si un hombre con fiebre, con su epigastrio ardiente; que al mismo tiempo no experimenta placer ni ganas de beber o de comer, y que además su cuerpo está amarillo: este hombre está atacado por una enfermedad venérea.

Si un hombre, en trance de andar, cae de pronto hacia delante, permaneciendo entonces sus ojos dilatados, sin poder volverlos a su estado normal, y si él mismo es incapaz, al propio tiempo, de menear brazos y piernas: es una crisis de «epilepsia» que le empieza.

En lo tocante a las matemáticas, los textos que nos han llegado incluyen listas de problemas acompañados de sus correspondientes soluciones aunque, como ya hemos indicado, no se expone el proceso mental seguido para llegar a ellas. Pero dicho proceso tuvo que existir ya que se trata de un sistema bastante perfeccionado que les permitía resolver problemas para los que los matemáticos modernos emplearían ecuaciones de primero, segundo  y hasta tercer grado. Utilizaban el sistema sexagesimal que adoptaba dicha cifra (el 60) como base de cálculo fundamental, y un sistema de notación posicional en el que el valor de un número dado variaba de acuerdo con la posición que ocupaba dentro de la serie escrita, tal y como sucede ahora.

Conocían el número pi y sabían calcular la superficie del trapecio o el volumen de la pirámide. Los problemas son siempre ejemplos concretos relacionados con los campos de cultivo (superficies), o la capacidad de bodegas, las medidas de zanjas, volúmenes de ladrillos para construir murallas etc.

Los textos matemáticos mesopotámicos resultan oscuros, complicados y extremadamente difíciles de comprender para una mentalidad como la nuestra. Solo la paciente labor de los estudiosos, que eran matemáticos a la vez que orientalistas, como el alemán Otto Neugebauer, nos ha permitido conocer algo mejor este complicado saber cuyas aplicaciones prácticas en el terreno de la tecnología constituyen todavía motivo de debate, como lo demuestra su utlización en la arquitectura.

Prueba de ello son las tumbas abovedadas del Palacio Oriental de Mari. Cada una de ellas emplea procedimientos diferentes para la cubierta, uno más elaborado que el otro y sin embargo, ninguna fuente escrita nos da los conocimientos de la época en la materia. Del mismo modo tampoco se ha encontrado una exposición de los conocimientos hidráulicos que se necesitaron para construir el canal y el acueducto de Jerwan que garantizaban el abastecimiento de agua a Nínive desde un río alejado varias decenas de kilómetros y salvando un valle de casi 300 metros de ancho.

En cualquier caso, los mesopotámicos dejaron un importante legado de su saber con el mencionado cálculo sexagesimal que se utiliza todavía en el cómputo del tiempo y en la división de la esfera terrestre en 360 grados.

Sin embargo, fue en el terreno de la astronomía donde alcanzaron un grado de precisión que no tuvo parangón a lo largo de toda la antigüedad, gracias a la aplicación de sus conocimientos matemáticos. Fueron sobresalientes en sus cálculos y observaciones –algunos de ellos muy exactos– que luego usaban para las predicciones astrológicas (posición del sol, equinoccios, eclipses, etc.)

En el surgimiento y consolidación de la astronomía como disciplina también intervino una necesidad puramente práctica como la determinación y precisión del calendario. A pesar de los escasos medios técnicos con que contaban, alcanzaron logros tales como la determinación de las trayectorias del sol y los planetas y su división en doce estaciones que eran a su vez divididas en treinta grados (origen de nuestro zodíaco), la distinción de cinco planetas (Venus, Júpiter, Saturno, Marte y Mercurio), el establecimiento de las fases de Venus y detallados catálogos de estrellas y constelaciones que serían utilizados por el astrónomo griego Claudio Tolomeo en el siglo II d.C.

Con el paso del tiempo y la acumulación de observaciones pudieron predecir con enorme precisión los eclipses lunares y solares y solventaron el problema del desfase entre los años lunar y solar mediante la intercalación de siete meses extra cada diecinueve años lunares. Esta tradición de estudios astronómicos alcanzó su clímax en el periodo seléucida (siglos IV a I a.C.) cuando el más grande de los astrónomos babilonios, Kidinnu, fijó la duración exacta del año solar con tan solo un error de 4 minutos y 32,65 segundos, mucho menor que el del astrónomo Oppolzer en el siglo XIX.

Podemos decir sin temor a equivocarnos que el racionalismo griego se basó en la aportación de una experiencia oriental milenaria y en un bagaje intelectual mucho más elaborado de lo que a menudo se comenta. Si los mesopotámicos no alcanzaron por sí mismos esa etapa del pensamiento, sí prepararon el camino transmitiendo lo esencial de sus descubrimientos a la cuenca mediterránea.

Como dijimos al comenzar, la ciencia es cultura. No podemos entender la cultura mesopotámica, y las altas cotas de perfección que experimentó, sin tomar en su justa medida la función que la ciencia y la tecnología desempeñaron en la vida cotidiana de sus pueblos. Es un recuerdo que deberíamos tener presente en estos momentos de crisis no sólo económica sino cultural.

Referencias

Bottéro, J. (2004), Mesopotamia: la escritura, la razón y los dioses. Madrid: Cátedra, 358 p.

Margueron, J.-C. (1996), Los mesopotámicos. Madrid: Cátedra, 471 p.

Gómez Espelosín, F. J. (2006), «La ciencia en Mesopotamia». Historia National Geographic, núm. 30, p. 48-59.

 

Este post participa en la III Edición del Carnaval de Humanidades que organiza El Cuaderno de Calpurnia Tate.

 

Publicado por José Luis Moreno en CIENCIA, HISTORIA, 5 comentarios