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Reseña: La piedra que se volvió palabra: Claves evolutivas de la humanidad

Reseña: La piedra que se volvió palabra: Claves evolutivas de la humanidad

Ficha Técnica

Título: La piedra que se volvió palabra: Claves evolutivas de la humanidad
Autor: Camilo J. Cela Conde, Francisco José Ayala Carcedo
Edita: Alianza, 2006
Encuadernación: Tapa blanda con solapas.
Número de páginas: 184 p.
ISBN: 978-8420647838

Reseña del editor

Los humanos nos consideramos excepcionales: creemos ser los únicos entre todos los seres vivos que estamos regidos por la sabiduría y la razón. Hay motivos para creer que es así. Nuestra tendencia a crear obras de arte, nuestros códigos morales muy complejos y nuestro lenguaje plagado de metáforas nos distinguen de cualquier otro primate. Pero, desde la perspectiva de la evolución, ¿por qué razón surgieron tales capacidades y cuándo lo hicieron? Si lo que nosotros somos capaces de hacer ahora se define como «lo humano», ¿eran humanos los neandertales? ¿Y los australopitecos? ¿Lo serían tal vez los chimpancés? En este libro se narra en el lenguaje más sencillo posible, pero riguroso, lo que se conoce desde el punto de vista científico sobre una especie que cuenta con poetas, héroes y genios, y también con maleantes, asesinos y vándalos. Sabemos que somos eso y muchas otras cosas pero ¿cómo comenzó esa saga con tantos y tan contradictorios personajes?

Reseña

Mi idea cuando decidí leer este libro era encontrar un complemento o, sin querer ser tan exigente, una introducción a un tema que no aparece –o se toca de forma muy tangencial– en la obra divulgativa fundamental de estos dos autores: «Senderos de la evolución humana» 1. Ese texto, junto con la segunda edición puesta al día, es una guía esencial para el estudio de la evolución humana aunque centrada fundamentalmente en el estudio del registro fósil y su interpretación filogenética, dejando de lado otros temas tan importantes como la cognición o, por decirlo con otras palabras, el estudio de lo que nos hace «humanos».

Y es que nos consideramos seres excepcionales, creemos ser los únicos entre todos los seres vivos que estamos regidos por la sabiduría y la razón. Aunque los etólogos han desmontado parte de los argumentos acerca de nuestra superioridad en estos ámbitos, no es menos cierto que nuestra tendencia a crear obras de arte, construir códigos morales muy complejos y poseer un lenguaje plagado de metáforas, son suficientes para pensar que somos distintos de cualquier otro primate y del resto de seres vivos.

La pregunta que me interesaba responder, y el libro prometía resolver era: ¿por qué surgieron esas capacidades y cuándo lo hicieron? Si lo que nosotros somos capaces de hacer ahora se define como «lo humano», ¿eran humanos los neandertales? ¿Y los australopitecinos?

En este sentido, al final del prólogo encontré lo que yo buscaba saber:

«Pretendemos narrar lo que se conoce desde el punto de vista científico sobre una especie que cuenta con poetas, héroes y genios y también con maleantes, asesinos y vándalos».

El problema es que, y siento decirlo, conforme iba avanzando en la lectura –por otro lado bastante rápida– me di cuenta de que nada de lo que prometía el libro iba a cumplirse. Este texto que ahora reseño es sencillamente prescindible 2.

El libro, bastante breve, se divide en nueve capítulos. De éstos, solo dos (el primero, titulado «En busca de las claves evolutivas», y el séptimo, «De la biología a la cultura») aportan información relevante para el pretendido objetivo perseguido por los autores.

En el primer capítulo, que sirve como introducción general, se nos explica que las pruebas acerca la evolución de la mente se basan en tres tipos de indicios: las extrapolaciones al comparar nuestra conducta con la de otros animales, el registro arqueológico y el registro fósil.

La búsqueda de respuestas acerca de la cognición humana en el registro fósil es quizás la más compleja dado que los procesos cognitivos no fosilizan, como tampoco lo hace el cerebro. Sin embargo, sí podemos obtener información de los moldes endocraneales –las improntas que quedan en el interior de los cráneos fósiles– y, para comprender el origen del lenguaje, del estudio de la forma del hueso hioides.

Aún así, la mejor información que podemos obtener acerca del desarrollo de nuestras capacidades cognitivas quizás venga del estudio de aumento del volumen craneal o, mejor dicho, del incremento del coeficiente de encefalización, es decir, el aumento del tamaño relativo del cerebro, descontando el aumento de ese tamaño que se debe al crecimiento general del tamaño del resto de cuerpo.

Respecto a las pruebas arqueológicas, si bien los artefactos culturales parecen objetos idóneos para entender la posible evolución de la mente, lo cierto es que en la mayoría de casos es imposible (o es muy fácil equivocarse) asignar más allá de cualquier duda unos artefactos concretos –herramientas de piedra por ejemplo– a una especie fósil determinada.

Por último, en lo tocante al estudio del origen del lenguaje, desde hace décadas se viene ligando el gen FOXP2 a la función del habla. Aunque se trata de un gen muy común, que está presente en animales muy alejados de nuestra filogénesis como el ratón, desde la separación de los linajes que conducen a los seres humanos y a los chimpancés la versión humana de la proteína que codifica sufrió cambios en dos aminoácidos, mientras que la forma de esa proteína en los chimpancés no ha variado. Por lo tanto, muchos investigadores afirman que hay un gen FOXP2 «específicamente humano» y que ahí residiría nuestra capacidad para articular un lenguaje complejo.

Sin embargo, hoy en día hay un consenso bastante amplio que entiende que es poco probable que haya genes específicos y exclusivos del lenguaje. Los hallazgos relacionados con este gen sugieren:

  1. Que la facultad del lenguaje, aunque pudo aparecer de forma «repentina», está basada en circuitos neuronales implicados en otros procesos cognitivos y de control motor.
  2. La evolución del lenguaje no depende de la creación de nuevas áreas cerebrales sino que está relacionada con el cableado fino de estructuras cerebrales preexistentes.
  3. Que la relación entre los genes y el lenguaje es más compleja de lo que se pensaba con anterioridad.

En conclusión, si desechamos los datos morfológicos (como el incremento del tamaño del cerebro) y los arqueológicos (los objetos recuperados en los yacimientos) porque no podemos precisar en qué medida asignan a una u otra especie una cierta capacidad cognitiva, podemos concluir que hablar de la filogénesis de los procesos mentales que caracterizan a los humanos es una tarea sin un éxito previsible.

Porque debemos reconocer que si sabemos tan poco de nuestra propia mente, ¿cómo vamos a comprender la de nuestros ancestros? Los autores defienden en este libro que el punto de partida para el estudio de la evolución de la cognición humana debería ser tratar de desvelar los procesos cerebrales subyacentes a nuestras capacidades cognitivas y, mediante una perspectiva evolucionista, plantearnos después en qué forma llegaron a ser como son.

El primer capítulo termina con una declaración de intenciones:

El objetivo principal del libro es saber cómo llegó a ser nuestra especie como es: ¿Quiénes fueron los primeros bípedos? ¿Quiénes, cuándo y cómo tallaron las primeras herramientas? ¿Qué lograron hacer gracias a las técnicas descubiertas? ¿De qué forma se convirtieron aquellas primeras piedras en palabras?

Y a partir de aquí, los autores deberían ofrecer respuestas a estos interrogantes, pero en su lugar nos encontramos con temas tan genéricos como las «bases biológicas de la evolución» (capítulo 2, donde se habla de Darwin, la selección natural, y conceptos básicos de genética); la «historia filogenética» (capítulo 3, donde se estudian los primeros seres vivos, el origen de los primates, y los hominoideos del Mioceno); los «inicios de la evolución humana» (capítulo 4, donde se explica la aparición de los primeros homínidos, Sahelanthropus, los australopitecinos gráciles y los robustos); la «salida de África» (capítulo 5, donde vemos a los primeros Homo, el Homo erectus de Java, los erectus africanos y los europeos más antiguos); y «la humanidad moderna» (capítulo 6, con los neandertales y la hipótesis «Desde África» como origen de los humanos modernos).

Estos cinco capítulos, que conforman la parte más importante en extensión del libro, se dedican a temas tangenciales al objetivo fundamental del texto, por lo que si bien son necesarios para comprender aspectos básicos de la evolución humana, no enfrentan el tema principal del libro, dejando poco margen para profundizar en lo realmente importante.

El capítulo 7 está dedicado al paso de la «biología a la cultura». Según la hipótesis de Sherwood Washburn y Raymond Dart, la postura erguida dejó libres los miembros superiores de nuestros ancestros, que así podían utilizar para manejar objetos como piedras y palos para cazar. Mediante el carroñeo y la caza, la dieta se vería incrementada con el aporte de proteínas de la carne, permitiendo la pérdida de los grandes aparatos masticatorios propios de los australopitecinos y los parántropos. La desaparición de las estructuras óseas necesarias para la sujeción de la musculatura permitió la expansión del cerebro.

La cadena bipedia – caza – alimentación carnívora – disminución del aparato masticatorio no termina ahí. La presión selectiva en favor de las estrategias de caza actuaría también en el incremento del cerebro, ya que los individuos con cerebros mayores serían más inteligentes y anticiparían mejor el uso posible de los utensilios, llevándolos a construir más y mejores herramientas. Como consecuencia de esa presión selectiva coordinada, el cerebro fue aumentando de tamaño a través de miles y miles de generaciones.

A pesar de lo interesante y extendida de esta hipótesis, lo cierto es que los homininos con mayores aparatos masticatorios fueron coetáneos y no antecesores de los primeros Homo fabricantes de herramientas. Las grandes crestas sagitales y la construcción de herramientas supusieron estrategias adaptativas alternativas de una misma época, y no dos estados sucesivos en la evolución.

Además de la herencia biológica, los humanos pasamos a otros miembros de la especie una muy importante herencia cultural. Consiste en la transmisión de información a través de la enseñanza y la imitación, al margen del parentesco biológico. La cultura se recibe no sólo de los padres, sino de todos los seres humanos con los que se entra en contacto. En un sentido amplio, la «cultura» es todo lo que la humanidad conoce o hace como resultado de haberlo aprendido de otros seres humanos.

Las características que distinguen la evolución cultural de la biológica y hacen que la primera sea más efectiva pueden resumirse en tres:

  1. La herencia cultural puede ser dirigida para conseguir los objetivos deseados, mientras que las mutaciones biológicas son aleatorias.
  2. La herencia biológica se transmite verticalmente, sólo de padres a hijos (a través de los genes), mientras que la herencia cultural lo hace de forma tanto oblicua como horizontal, es decir, entre los miembros de la misma generación y entre los de distintas generaciones.
  3. La herencia biológica es «mendeliana»: sólo se transmite lo que se ha recibido de los padres y se posee desde el nacimiento. La herencia cultural es «lamarkiana»: incluye la transmisión de caracteres adquiridos, todo lo que se ha aprendido o descubierto durante la vida y no sólo aquello que se heredó de los padres.

Los dos últimos capítulos («Evolución cultural de la humanidad» e «Ingeniería genética y futuro biológico humanidad») hablan de la evolución actual de nuestra especie y las posibilidades de la clonación.

En definitiva, la corta extensión de cada capítulo hace que los temas tratados, por muy interesantes que puedan ser, resulten demasiado superficiales. Esto, unido al hecho de que sólo hay dos capítulos en todo el libro que realmente responden al interrogante que se plantea como objetivo del texto, hace que el libro sea completamente prescindible. Además, ni siquiera hay referencias bibliográficas.

Notas

  1. Que cuenta con una segunda edición actualizada y puesta al día: «Evolución humana: el camino de nuestra especie».
  2. Que quizás sea lo peor que se puede decir de un libro de divulgación científica.
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Primates con plumas. La inteligencia de los córvidos

Primates con plumas. La inteligencia de los córvidos

Huginn ok Muninn
fljúga hverjan dag
Jörmungrund yfir;
óumk ek of Hugin,
at hann aftr né komi-t,
þó sjámk meir of Munin.
Hugin y Munin
vuelan todos los días
alrededor del mundo
temo menos por Hugin
de que no regrese,
aún más temo por Munin.
Edda poética – Grímnismál, estrofa 20

En la mitología nórdica, Hugin y Munin son un par de cuervos asociados con el dios Odín. Hugin –el «pensamiento»– y Munin –la «memoria»– viajaban alrededor del mundo recogiendo noticias e información para Odín. Cuando regresaban cada tarde, se posaban en los hombros del dios y susurraban a sus oídos todas las noticias que habían conocido, transmitiéndole de este modo su sabiduría.

Los humanos hemos considerado a los córvidos como unas aves especialmente «inteligentes» desde tiempos inmemoriales. Esta idea, desarrollada en primera instancia por la mera observación de su comportamiento en la multitud de ambientes en que se desenvuelven, se ha visto reforzada y modulada con el paso del tiempo gracias a la labor de un buen número de científicos. Pero éstos, para llevar a cabo sus investigaciones y plantear experimentos con los que someter a prueba sus hipótesis, han tenido que tener muy presente el «canon de Morgan».

A finales del siglo XVIII, el psicólogo inglés Conwy Lloyd Morgan puso el énfasis en el peligro de caer en el antropocentrismo cuando se trataba de estudiar el comportamiento de los animales, y propuso el principio que hoy conocemos como «canon de Morgan». Según este –similar en espíritu al de la navaja de Occam– no deberíamos interpretar el comportamiento animal en términos de procesos cognitivos superiores si podemos explicarlo a partir de mecanismos psicológicos más simples.

También deberíamos mencionar la «objetividad» como otra cualidad esencial para este tipo de estudios –básica por otro lado en cualquier ámbito de la ciencia. En este sentido, me gusta la explicación que de este término da S. J. Gould en su libro «La falsa medida del hombre»:

La objetividad puede definirse desde una perspectiva funcional como el justo tratamiento de los datos, no como la ausencia de preferencias. […] La mejor forma de objetividad consiste en identificar explícitamente las preferencias, de modo que su influencia pueda reconocerse y contrarrestarse. […] Debemos identificar las preferencias con objeto de limitar su influencia en nuestro trabajo.

Los córvidos, ¿primates con plumas?

Los córvidos (Corvidae) son una familia de aves que comprende aproximadamente 120 especies diferentes que se hallan diseminadas por todo el planeta (excepto en las regiones polares). Podemos destacar entre ellas a los cuervos, los grajos y las urracas.

Este tipo de aves han sido objeto de un interés cada vez mayor por parte de científicos de diversos campos, quienes han llevado a cabo numerosos experimentos tratando de comprender algo que ya se intuía –como hemos comentado– pero que no resultó por ello menos llamativo: algunos córvidos no sólo son más «inteligentes» que otras especies de aves, sino que podrían ser rivales para algunos primates no humanos.

Antes de profundizar en los aspectos que hacen tan especiales a estas aves, debemos tener en cuenta algunos datos. En primer término, el tamaño del cerebro de un cuervo es mayor del que cabría esperar según su tamaño corporal y, además, tiene el mismo tamaño relativo que el cerebro de un chimpancé. En segundo lugar, cuando viven en libertad, los córvidos precisan al nacer de un largo tiempo de desarrollo antes de ser completamente independientes de sus padres, y muchos viven en grupos sociales complejos. ¿Te suenan algunas de estas características?

El trabajo que Nathan Emery y Nicola Clayton vienen realizando los últimos años ha permitido que tengamos una visión más completa del comportamiento de estas aves. En este sentido, ambos investigadores consideran a los córvidos y los psitácidos (la familia de los loros) como verdaderos «primates con plumas». Veamos con más detalle cuáles son estos comportamientos tan llamativos.

Esconder comida

Muchos córvidos esconden comida cuando disponen de ella en abundancia para poder alimentarse en el futuro. Ya se trate de esconder una gran cantidad de semillas en un área amplia de forma estacional, o bien ocultar una cantidad más pequeña de alimentos perecederos con la intención de recuperarlos horas o escasos días más tarde, este comportamiento exige el desarrollo de diferentes habilidades cognitivas que son esenciales para que esta estrategia tenga éxito.

Los científicos defienden que esta habilidad de recordar el qué, dónde y cuándo de eventos pasados se asemeja bastante a la memoria episódica de los humanos. La memoria episódica es la memoria relacionada con sucesos autobiográficos (momentos, lugares, emociones asociadas y demás conocimientos contextuales) que pueden evocarse de forma explícita. En nuestro caso, las aves tienen que recordar un episodio particular que ha tenido lugar en el pasado (el acto de esconder la comida), el lugar donde la han escondido y, al mismo tiempo, tener en cuenta el marco temporal, es decir, cuándo pueden ir a recuperarla (esencial en el caso de alimentos perecederos).

Estudios recientes han mostrado por ejemplo que el cascanueces americano o de Clark​ (Nucifraga columbiana) recuerda hitos verticales como árboles y grandes rocas porque es poco probable que esos elementos salgan volando o queden sepultados bajo la nieve, sirviendo como elementos clave a la hora de identificar los lugares escogidos para ocultar comida. Del mismo modo, estas aves recuperan primero la comida que se echa a perder en pocos días y, en caso de no poder hacerlo en su momento, la abandonan sabiendo que ya no será comestible.

Si este comportamiento es interesante de por sí, quizás nos sorprenda más saber que los córvidos también emplean una serie de estrategias para reducir el riesgo de que otros pájaros roben sus provisiones. Por ejemplo, prefieren escoger sitios ocultos tras grandes rocas, árboles, maleza etc. porque son elementos que dificultan la visión a los posibles ladrones (y usan estas barreras sólo cuando saben que alguien los está observando, no cuando están completamente solos).

Espías y ladrones

Los pájaros que en un alarde de previsión ante un futuro incierto deciden esconder parte de su alimento, tienen que prestar atención al contexto social en el que se realiza esa conducta: cuando se esconde comida es posible que alguien que te haya visto vaya y te la robe.

En este vídeo podemos ver una de las estrategias que utilizan los cuervos para evitar que otros le roben su comida. Sabiéndose observado, un cuervo «simula» esconder un trozo de carne y taparlo con algunas hierbas. El otro cuervo piensa que ha dejado ahí comida pero cuando llega al escondite se da cuenta de que está vacío.

Para las aves que roban, la habilidad de localizar rápida y eficazmente los almacenes de comida de otros puede ser la diferencia entre un robo exitoso o ser objeto de un ataque. Algunos córvidos observan a sus parientes cuando esconden comida y demuestran una excelente memoria espacial para localizar esos almacenes cuando sus dueños hace tiempo que se han marchado. En este sentido, el contexto social del almacenaje de comida puede verse como una carrera de armamento entre los que esconden la comida y los que la roban. Y en esa carrera, los primeros usan contramedidas para minimizar el riesgo de que roben sus provisiones.

Por ejemplo, se ha observado la conducta de algunos pájaros que deciden cambiar de sitio la comida que habían escondido porque estaban siendo observados por otros pájaros. Es decir, vuelven al escondite a cambiar la comida de lugar cuando el hipotético ladrón ya no está cerca.

Yendo más lejos, un trabajo demostró que la chara californiana (Aphelocoma califórnica) no cambiaba sus piñones de escondite al ver que otras charas la espiaban, sino que únicamente lo hacía cuando ella misma había robado antes a sus congéneres. Esta conducta es la traducción animal del famoso refrán: «piensa el ladrón que todos son de su condición». En este sentido, utilizar tu propia experiencia para predecir el comportamiento futuro de otro individuo ­–o lo que es lo mismo, ponerte en el lugar de otro– es uno de los sellos distintivos de la «teoría de la mente», otra habilidad considerada únicamente humana.

En definitiva, lo que podemos deducir de este comportamiento es que estos pájaros, que han sido ladrones en el pasado, relacionan esa información sobre su experiencia como ladrones con la posibilidad de que otro individuo les robe su comida, de forma que modifican su conducta para evitar esa posibilidad.

Uso y fabricación de herramientas

Hasta que Jane Goodall descubrió que los chimpancés fabricaban herramientas, los científicos pensaban que los humanos éramos los únicos animales con esa capacidad. De hecho, los paleoantropólogos defendían que la habilidad para fabricar herramientas habría actuado como un catalizador para el crecimiento de nuestro encéfalo (lee más: Evolución del tamaño de los dientes y el cerebro en nuestros antepasados) haciéndonos ser lo que somos. Es decir, la fabricación de herramientas habría podido impulsar la evolución de la inteligencia humana.

La propia Goodall definió hace más de cuatro décadas el uso de herramientas como «el empleo de un objeto externo como una extensión funcional de la boca, pico, mano o garra, para la consecución de un objetivo inmediato». En la actualidad sabemos que muchos animales (aves, primates y peces) usan herramientas, pero no tenemos claro si alguno de ellos sabe cómo funcionan y las fuerzas que subyacen a ese funcionamiento.  Los chimpancés (lee más: Comportamiento animal: uso de herramientas en primates), los orangutanes y solo un ave, el cuervo de Nueva Caledonia, destacan precisamente por fabricar herramientas en libertad.

Los cuervos de Nueva Caledonia​ (Corvus moneduloides) son extraordinariamente habilidosos fabricando y usando herramientas para conseguir comida que de otra manera sería inaccesible. Un buen ejemplo de ello es el empleo de ramas cortadas que las aves modifican hasta que consiguen que tenga un gancho al final. Luego la usan para sacar las larvas de insectos de los agujeros de los árboles. También fabrican herramientas aserradas a partir de hojas de pandano que utilizan para cazar: bajo las hojas del suelo del bosque, realizan una serie de movimientos rápidos hacia adelante y hacia atrás o movimientos lentos y deliberados que terminan por atrapar diferentes insectos. Este tipo de herramientas se fabrican según un patrón «estandarizado» y se transportan cuando las aves salen a buscar alimento.

En experimentos de laboratorio, estas aves fueron capaces de modificar un alambre dándole forma de gancho a una de las puntas para acceder a la comida introducida en un tubo.

Un grajo llamado Fry se ayuda de una herramienta fabricada con alambre para sacar un pequeño cubo con un gusano de un tubo. Imagen extraída del artículo: Bird, C. D. y Emery, N. J. (2009), «Insightful problem solving and creative tool modification by captive nontool-using rooks». Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 106, núm. 25, p. 10370-10375.

Existe una posible evolución acumulativa en la complejidad de las herramientas escalonadas (aumentando el número de pasos necesarios para hacer una herramienta más compleja), análoga a las innovaciones tecnológicas menores en humanos. Por lo tanto, las pruebas del uso y fabricación de herramientas sugieren que estos cuervos en ocasiones pueden combinar experiencias pasadas para encontrar nuevas soluciones a los problemas que se les plantean.

¿Cultura?

Emery y Clayton sostienen que los córvidos y los simios han desarrollado habilidades cognitivas complejas notablemente similares, pese a no ser parientes cercanos –los dos grupos divergieron hace más de 300 millones de años–, porque han tenido presiones evolutivas muy similares. Los dos son animales sociales, lo que requiere una comprensión de los motivos y deseos de los demás; y ambos buscan y procesan una extensa variedad de alimentos, algunos de los cuales solo pueden obtenerse mediante la fabricación y empleo de herramientas.

Estos investigadores sugieren que la solución de los problemas con los que se enfrentan viene de la utilización de cuatro herramientas cognitivas que han impulsado la evolución de la cognición compleja en los córvidos y otras aves: el razonamiento causal, la flexibilidad, la imaginación y la previsión.

Razonamiento causal

Algunos de los ejemplos de uso de herramientas que hemos descrito sugieren que las aves pueden entender las relaciones causales que explican por qué esas herramientas funcionan o son efectivas: el hecho de que se transforme un trozo de alambre en una herramienta con un gancho sugiere esta posibilidad.

Flexibilidad

La habilidad de actuar de forma flexible según la información de que se dispone es uno de los conceptos básicos del comportamiento inteligente. El desarrollo de estrategias flexibles de aprendizaje puede ser la base de la creatividad (como sucede cuando tienes que adaptar tu comportamiento de recogida de alimentos perecederos en función del clima).

En este sentido, un aspecto importante que subyace en todo comportamiento flexible es la habilidad de generalizar las reglas que se han aprendido en una situación concreta para aplicarlas a nuevas situaciones.

Imaginación

Cuando hablamos de imaginación nos referimos al proceso en el que los escenarios y las situaciones que ya no son percibidas se forman en la mente. Una de las ventajas de la imaginación es que se pueden practicar situaciones internamente (simuladas) antes de que se lleven a cabo, lo que puede ser importante cuando tenemos que enfrentarnos a un nuevo estímulo dentro de un contexto familiar. Por lo tanto, la habilidad para representar mentalmente la forma de objetos que están fuera de la percepción (como cuando se fabrica una herramienta a partir de cero) puede ser un precursor de la imaginación.

En otro experimento con córvidos se planteó el siguiente problema: se colocó un trozo de carne atado a una cuerda que colgaba del posadero del pájaro. La única forma de hacerse con la comida implicaba tirar de la cuerda con el pico, poner la pata sobre la cuerda después de cada tirón (para que no volviera a caer) y repetir esto varias veces hasta que la comida llegaba a su alcance. Muchos cuervos llegaron a la solución de este problema a la primera (lo que descartaba el aprendizaje por «ensayo y error»).

Aquí vemos como se plantea un experimento en el que un cuervo tiene que seguir varios pasos concretos en orden para poder alcanzar la comida. Según nos cuentan, los pájaros han realizado algunos de los pasos de forma aislada antes de la grabación, pero nunca los habían hecho todos juntos y siguiendo esta secuencia.

Previsión

Prever es la capacidad de imaginar posibles eventos futuros. El ejemplo que hemos estado viendo a lo largo de esta anotación sería el de esconder comida, ya que la comida se esconde en el presente para disponer de ella en el futuro. Otro ejemplo sería el del córvido que vuelve a esconder la comida cuando alguien le estaba observando. Dado que esa conducta no se producía cuando no había nadie vigilando, el ave está siguiendo una estrategia de futuro para protegerse frente a posibles robos.

Tomado de: Clayton, Nicola S. y Emery, Nathan J. (2015), «Avian models for human cognitive neuroscience: a proposal». Neuron, vol. 86, núm. 6, p. 1330-1342.

En conclusión, este tipo de trabajos son esenciales no sólo porque nos permiten conocer mejor la maravillosa variedad de estrategias cognitivas que desarrollan distintos tipos de animales en su vida cotidiana, sino porque la comprensión de este tipo de conductas son importantes para comprender cómo ha evolucionado la mente humana, una cuestión que sigue intrigando a científicos de muy diversos campos y que tiene importantes repercusiones éticas y morales.

Referencias

Bird, C. D. y  Emery, N. J. (2009), «Insightful problem solving and creative tool modification by captive nontool-using rooks«. Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 106, núm. 25, p. 10370-10375.

Clayton, Nicola S. y  Emery, Nathan J. (2015), «Avian models for human cognitive neuroscience: a proposal«. Neuron, vol. 86, núm. 6, p. 1330-1342.

Emery, N. J. y  Clayton, N. S. (2004), «The mentality of crows: convergent evolution of intelligence in corvids and apes». Science, vol. 306, núm. 5703, p. 1903-1907.

Emery, N. J. y  Clayton, N. S. (2009), «Tool use and physical cognition in birds and mammals». Current Opinion in Neurobiology, vol. 19, núm. 1, p. 27-33.

Van Lawick-Goodall, J. (1971), «Tool-using in primates and other vertebrates». En: Lehrman, Daniel S., et al. (eds.). Advances in the study of behavior. Academic Press, 195-249.

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Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 2)

Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 2)

     Última actualizacón: 13 agosto 2017 a las 10:43

Continuamos con la serie iniciada en la anterior entrada que analiza el artículo titulado: ¿Qué nos hace humanos? Respuestas desde la antropología evolutiva (What makes us human? Answers from evolutionary anthropologyy que apareció publicado a finales del año pasado en la revista Evolutionary Anthropology.

El niño viene antes de que el hombre: el papel del desarrollo en la producción de variación seleccionable

Sarah Hrdy, profesora de antropología en la Universidad de California en Davis, relata que una concatenación de eventos y adaptaciones llevaron a algunos simios bípedos, inteligentes y fabricantes de herramientas del género Homo a evolucionar hacia cerebros aún mayores con aptitudes especiales para el lenguaje y para transmitir información compleja, incluyendo modelos de comportamiento socialmente admitido («moral»).  Es poco probable que estos simios hubieran evolucionado de la forma que lo hicieron sin una especial “relación con el otro” (other-regarding).  Es la aparición de esta faceta de la naturaleza humana lo que más intriga a la autora.

Afirma que otros simios pueden atribuir estados mentales de otros y, al nacer, tienen el equipamiento neurológico necesario para imitar algunas expresiones faciales de su cuidador, como hacen los humanos recién nacidos.  En algunas circunstancias, los chimpancés identifican la situación de apuro por la que otro pasa, o su necesidad de ayuda.

En cambio, desde una edad temprana, los bebés humanos ofrecen comida a otros de forma voluntaria, eligiendo incluso lo que es más probable que les guste.  Mucho antes de que puedan hablar, observan obsesivamente las intenciones y están deseosos de aprender lo que otra persona piensa y siente, incluso sobre ellos mismos, llevándoles a expresar orgullo o vergüenza.

Hrdy recuerda que desde Darwin, las explicaciones de esta tendencia se han centrado en la necesidad de contar con ayudantes «altruistas» para la caza o los enfrentamientos intergrupales. Pero si las ventajas de la caza eran suficientes, ¿por qué los antepasados cazadores de los chimpancés (que han tenido seis millones de años a su disposición) no evolucionaron para ser también más cooperativos? ¿Por qué es tan rara la ayuda coordinada?  En la naturaleza, el cuidado en común de los jóvenes ha sido un precursor para formas superiores de cooperación.

Encontramos formas elementales de cuidado infantil compartido en todo el orden primate, aunque no entre los grandes simios ya que las madres, muy posesivas, limitan el acceso a las crías.  Su hipótesis, llamada de la cría o crianza cooperativa (Cooperative Breeding Hypothesis) sostiene que los simios bípedos del Plio-Pleistoceno africano, sobrecargados por el costoso amamantamiento de los bebés, difícilmente pudieron permitirse la crianza exclusiva de los hijos. Tanto sus padres como otros miembros del grupo debieron haber ayudado a cuidarlos y alimentarlos.  Sugiere, en definitiva, que aquellos bebés con más capacidad para la observación de los estados mentales de los otros, para conmover y así obtener alimentos, serían los mejor cuidados, los mejor alimentados y, por ende, quienes contaran con mayores probabilidades de sobrevivir y transmitir su acervo genético.

Abuelas y sus consecuencias

Tanto lo que compartimos como lo que no con nuestros primos primates, es lo que nos hace humanos.

Para Hawkes, profesora de antropología en la Universidad de Utah, nuestras vidas más largas, una madurez más tardía, y un destete más temprano podrían haber evolucionado en un antepasado inteligente y extrovertido gracias a la crianza por las abuelas.  Ni la caza cooperativa ni la agresión letal nos distingue de los chimpancés.  La crianza por los abuelos sí.

Aunque una mayor dependencia juvenil pueda parecer que reduce el éxito reproductivo de una madre, ofrece sin embargo una nueva oportunidad adaptativa para las hembras de avanzada edad con la fertilidad en declive.  Esta nueva oportunidad es clave para la hipótesis de la crianza por las abuelas que defiende la autora (Grandmother Hypothesis): al encargarse del cuidado de los nietos, las ancianas permitirían a las hembras más jóvenes dar a luz de nuevo más pronto sin pérdidas netas en la supervivencia de la descendencia.  Así, como las abuelas más activas dejan más descendientes, las tasas de envejecimiento se retrasan.  Esto hizo aumentar la longevidad y los años de vida de las mujeres más allá de la edad fértil.  La reducción de la mortalidad en los adultos redujo el riesgo de morir antes de reproducirse, favoreciendo el retraso de la madurez para obtener las ventajas de un mayor crecimiento corporal.

Aunque la fertilidad femenina termina a edades similares en humanos y en otros grandes simios, la diferencia no está en la menopausa, sino en un envejecimiento somático más lento.  Otros simios se debilitan durante los años fértiles y raras veces viven más allá de esa frontera.  No así los humanos.

Hawkes hace hincapié en que los bebés humanos, a diferencia de otros simios recién nacidos, no pueden contar con toda la atención de su madre.  Por ello, la crianza por las abuelas hace que la supervivencia de los bebés sea más variable en relación a las propias habilidades del bebé para conectar con sus cuidadores.

Cómo damos a luz contribuye a la rica estructura social que subyace en la sociedad humana

La autora, profesora de antropología en la Universidad de Delaware, se centra en dos aspectos de la cooperación que son consecuencia directa del patrón de nacimiento de los seres humanos: la ayuda durante el parto (y, de forma más general, el apoyo a las madres durante el embarazo, el alumbramiento y la lactancia), y el cuidado del recién nacido.

El nacimiento de los seres humanos es complicado porque los neonatos giran mientras pasan a través del canal del parto, como resultado de las adaptaciones pélvicas debido al bipedismo y al aumento craneal que evolucionaron en mosaico hace entre 6 y 4 millones de años, y que motivó la postura en la que nacen los bebés, mirando al lado opuesto de sus madres.  A diferencia del parto del resto de primates, que generalmente es solitario, el parto con rotación humano no pudo evolucionar fuera de un contexto social en el que la mujer tuviera asistencia tanto física como emocional durante el nacimiento.

Rosenberg entiende que la intensificación de los esfuerzos para el éxito reproductivo de las mujeres embarazadas, de las parturientas, y de las madres lactantes, puede ser un aspecto esencial de nuestra adaptación.  Permite que puedan gestar niños de mayor tamaño, con mayor capacidad craneal, con hombros más anchos, y cuidarlos durante períodos prolongados.

Más allá de la ayuda en el parto, la inversión en la infancia también es posible porque los seres humanos se ayudan los unos a los otros, compartiendo la alta demanda de energía, la vigilancia intensiva y el cuidado atento que tanto beneficia a las madres y a sus bebés.

Concluye que esta red de vínculos sociales, y su elaboración en apoyo de la reproducción humana y la crianza de los hijos, están entre los factores críticos que dan forma a la singular adaptación del ser humano y, a pesar de nuestros estrechos vínculos genéticos y de comportamiento con otros primates, establece un patrón de comportamiento social que nos distingue de nuestros parientes primates.

¿A quiénes pertenece la cultura?

Para Mary Stiner y Steven Kuhn, ambos profesores de arqueología en la Universidad de Arizona en Tucson, la “cultura” compleja y un modo lingüístico de comunicación son dos de las cosas más obvias que nos hacen humanos.  A pesar de esto no somos las únicas criaturas que poseen capacidad para la cultura.  De hecho, hay una considerable variedad de opiniones entre los antropólogos acerca de si la cultura, entendida como una adaptación cognitiva y de comportamiento, distingue a los humanos de otros animales o se trata más bien de una cuestión de grado.

Aislar la especie humana del resto de animales, presentes y pasados, es una práctica común al explicar la evolución humana, y también en las narraciones religiosas acerca de la creación del hombre.  Por muy atractiva que pueda ser esta práctica, los intentos de ruptura absoluta con otras formas de vida nos impiden aprender cómo han desarrollado los seres humanos sus habilidades y su dependencia de la cultura.

Los autores ponen de manifiesto que distintos estudios sobre el comportamiento demuestran que otros mamíferos y algunas aves desarrollan prácticas de conocimiento local que se transmiten entre los individuos y a lo largo de las generaciones.  Parece ser que la principal barrera para llamar a estos ejemplos cultura rudimentaria es que los comportamientos se transmiten por medios distintos del lenguaje humano.  Sin embargo, los humanos compartimos nuestra cultura a través de modos de comunicación lingüísticos y no lingüísticos.  El lenguaje corporal, los gestos, y otros comportamientos sencillos son fundamentales para la transmisión de muchas habilidades y otras formas de conocimiento cultural.  ¿Por qué tenemos que admitirlos como canales de transmisión cultural en los seres humanos, pero no en otros organismos sociales?

El lenguaje humano es muy versátil y no hay nada parecido en el resto de animales.  Sin embargo, que los experimentos con primates no humanos o con cetáceos fallen a la hora de producir el lenguaje humano no es la cuestión.  Stiner y Kuhn son tajantes: no podemos esperar que los grandes simios y los delfines imiten nuestros modos de comunicación, como no podemos esperar que las libélulas vuelen como los pájaros.

Ser o no ser (humano), ¿esa es la pregunta?

¿Qué nos hace humanos?  Parece una pregunta perfectamente razonable e interesante sobre la que indagar pero, incluso con un examen superficial, no tiene sentido en absoluto.  Siguiendo el criterio general de que toda afirmación científica debe ser verificable, no queda claro que la respuesta a esa pregunta cumpla con los requisitos.

Para Kenneth Weiss, profesor de antropología y genética en la Universidad Penn State, una respuesta obvia y aparentemente objetiva que rápidamente nos viene a la mente sería poseer “el genoma humano”.  Sin embargo, el autor lo entrecomilla porque para él ¡no existe tal cosa!  Sostiene que una secuencia de ADN configurada por quizás más de una persona (la verdad aún no está clara) que se actualiza y corrige repetidamente es un ideal platónico.  Como toda mezcla, ningún humano (¡signifique lo que signifique!) tuvo nunca esa misma secuencia.  Estrictamente hablando, se trata de una secuencia de referencia arbitraria.  Así que ¿necesitamos una segunda referencia, como por ejemplo la secuencia genética del «chimpancé» (sólo un modelo más), para tener un límite exterior de humanidad?  ¿Y por qué escogemos un chimpancé? ¿Por qué no, por ejemplo, los gorilas, las jirafas, o los gruñones neandertales? ¿O son también humanos y por tanto no un grupo externo?  ¿Deberíamos quizá escoger “el” gen de un rasgo determinado (otro ideal platónico)? ¿Quién decide qué gen? Cuando un nucleótido puede ser la diferencia entre la vida y la muerte por una enfermedad o un fallo en el desarrollo embrionario, ¿cuál tendríamos que considerar?

Esta complejidad sugiere que deberíamos fijarnos en los rasgos más que en los propios genes.  ¿Cuál debería ser, la morfología dental, la forma de la pelvis o la posición del foramen magnun?  Quizás prefiramos escoger nuestra arrogancia, nuestro lenguaje o inteligencia.  Podemos elegir, por ejemplo, los conflictos armados o la religión como «lo que nos hace humanos», aunque esto descalifica a los cuáqueros y a los ateos.  En definitiva, la selección de los rasgos tampoco proporciona una respuesta fácil.

Analicemos la pregunta en sí: «Qué» implica componentes numerables, «nos» implica identidad colectiva y «hace» implica causalidad determinante.  Por último, «humanos» implica vagamente que sabemos la respuesta antes de tiempo, es decir, una definición intrínsecamente circular.  Concluye que por lo general, y después de todo, en realidad esta no es una cuestión científica.  Todos comprenderán la pregunta de una manera diferente y pueden responder sin caer en una contradicción.  Esto, después de todo, es lo que nos hace humanos.

Publicado por José Luis Moreno en ANTROPOLOGÍA, 1 comentario
Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 1)

Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte 1)

     Última actualizacón: 20 agosto 2017 a las 05:52

Hay una pregunta que ha rondado la mente de filósofos, teólogos y poetas desde el comienzo de la historia: ¿qué nos hace humanos?  La respuesta se ha abordado desde diferentes perspectivas, aunque no fue hasta 1859, con la publicación de una de las obras científicas más revolucionarias de la ciencia, cuando fuimos conscientes de que nuestra especie no era más que un eslabón en la interminable cadena evolutiva.  Me refiero al libro que ha otorgado fama inmortal a Charles Darwin: «El origen de las especies».  Sin embargo, a pesar de que tenemos a nuestro alcance una explicación racional acerca de la existencia del hombre ―superando tradicionales creencias en mitos y leyendas― no dejamos de cuestionarnos acerca de nuestro origen, acerca de qué nos hace ser únicos y diferentes al resto de seres que pueblan este planeta.  La búsqueda de una respuesta no ha terminado aún.

Voy a analizar un artículo que considero de especial relevancia acerca de esta cuestión: ¿Qué nos hace humanos? Respuestas desde la antropología evolutiva (What makes us human? Answers from evolutionary anthropology).  Publicado a finales del año pasado en la revista Evolutionary Anthropology, nos encontramos ante un trabajo muy interesante por su planteamiento: un total de trece antropólogos evolutivos con distintas especialidades nos ofrecen su particular punto de vista en diez artículos con este denominador común. James Calcagno y Agustín Fuentes (ambos profesores de antropología) han sido los encargados de requerir la participación de sus colegas sin imponer más limitaciones que la de responder a la pregunta en 800 palabras o menos.  Ninguno de los autores ha sabido quienes eran los otros participantes para evitar la tentación de que respondieran anticipándose a los comentarios del resto.

Ser humano significa que el “ser humano” significa lo que queramos que signifique

Salvando la quizás algo tosca traducción del título original (Being human means that “Being Human” means whatever we say it means) en este primer artículo, Matt Cartmill Kaye Brown, antropólogos de la Universidad de Boston, se plantean una pregunta diferente a la más genérica de ¿qué nos hace humanos?, y es ¿cuál de nuestras peculiaridades da a al género humano su importancia y significado únicos? Dado que somos nosotros mismos quienes decidimos qué significan las palabras, podemos establecer la frontera entre el ser humano y el resto del mundo animal donde queramos.  De esta forma, el significado, el indicador, y la justificación del estatus humano ha fluctuado a lo largo de la historia occidental.  Por ejemplo, el lenguaje ha sido uno de los caracteres preferidos para establecer esa distinción, aunque hemos asistido a sucesivos cambios del propio concepto de “lenguaje” al tiempo que descubríamos rudimentarias capacidades lingüísticas en diferentes animales.

Los autores niegan asimismo que la conducta prosocial nos haga únicos.  En antropología se entiende por conducta prosocial la acción de ayuda que beneficia a otra persona sin que necesariamente proporcione beneficios directos a la persona que la lleva a cabo, y que incluso puede implicar un riesgo.  Para quienes defienden este criterio diferencial, los seres humanos estarían dispuestos de forma innata a sacrificarse para ayudar a otros, mientras que el resto de simios no.  Sin embargo, la sociología nos indica que es necesaria la socialización para superar el egoísmo innato de los niños. Para explicar esta contradicción, los autores se remiten a dos rasgos que sí consideran genuinamente pan-humanos: nuestra propensión a la imitación ynuestra capacidad para ver las cosas desde la perspectiva de otros.

Los humanos son los únicos mamíferos terrestres que imitan sonidos, así como el único animal que imita las cosas que ve.  La homogeneidad cultural surge a través de la imitación, no de una innata o prosocial tendencia a asimilar o interiorizar normas y valores.  De hecho, para Cartmill y Brown la imitación debe preceder en la ontogenia al comportamiento normativo (a los patrones de conducta, buenas maneras y tabúes) y también en la filogenia homínida.  Por otro lado, nuestra capacidad para ponernos en el lugar de otro nos ofrece una valiosa perspectiva adaptativa acerca de las intenciones de nuestros amigos, enemigos, predadores y presas.  Podemos ser los únicos animales que encuentran gratificante compartir y ayudar tanto a su propia especie como a otras; pero también somos los únicos que encontramos gratificante causar un daño gratuito.

La genética de la humanidad

Katherine Pollard, actualmente en Gladstone Institutes de la Universidad de California en San Francisco, nos confirma que desde el punto de vista genético no hay mucho que nos haga únicos como especie.  Se ha comprobado que, por ejemplo, los genomas humano y del chimpancé (ver Chimpanzee genome Project en inglés) son idénticos en casi un 99%, y que cada uno ha experimentado la misma tasa de cambio desde de la separación de nuestro último ancestro común (hace aproximadamente 6 M. de años).

Sin embargo, existe una evidencia creciente de que las mutaciones en las secuencias reguladoras de los genes que actúan cuando nuestras proteínas son expresadas, desempeñan un papel importante en la biología específica de los seres humanos.  Estas secuencias reguladoras, únicas en los humanos, llamadas “regiones humanas aceleradas” (Human Accelerated Regions en inglés) se encuentran cerca de, y probablemente controlan, un grupo importante de genes involucrados en el desarrollo.  Debido a que muchos de estos genes son factores de transcripción que controlan la expresión de otros genes, es fácil entender cómo un número relativamente pequeño de mutaciones en las secuencias reguladoras pueden alterar la función de toda una red de genes y, por lo tanto, afectar a un rasgo clave, como la morfología de la pelvis o el tamaño del cerebro.

La secuenciación de cientos de genomas de seres humanos vivos y extintos (como por ejemplo los recientes trabajos de secuenciación del ADN de Homo neanderthalensis),  y el estudio de los cambios epigenéticos, podrían ayudar a cambiar el punto de vista actual según el cual, genéticamente hablando, los seres humanos no somos especialmente únicos como especie.

¿Por qué no somos chimpancés?

Robert Sussman, profesor de antropología en la Universidad Washington en St. Louis,  comienza analizando lo que nos diferencia de los chimpancés ―nuestros parientes evolutivos más cercanos― como por ejemplo la anatomía (los chimpancés caminan apoyando los nudillos y están adaptados a subir a los árboles, mientras que nosotros somos bípedos terrestres) y el comportamiento (los chimpancés construyen nidos donde habitan y nosotros no).  Sin embargo, reconoce que analizar las diferencias en el funcionamiento del cerebro es mucho más difícil.

Para él, hay tres características del comportamiento humano que no se han encontrado ni en los chimpancés ni en otro animal; son únicas y ejemplifican lo que significa ser humano: el comportamiento simbólico, el lenguaje y la cultura.

El comportamiento simbólico es la capacidad de crear mundos alternativos, reflexionar sobre el pasado y el futuro, imaginar cosas que no existen.  El lenguaje es la única faceta comunicativa que permite a los seres humanos comunicarse no sólo en un contexto próximo, sino también acerca del pasado, del futuro o, incluso, sobre cosas lejanas e imaginadas, permitiéndonos compartir y transmitir nuestros símbolos a las generaciones futuras.  Por último, la cultura es una capacidad que sólo se encuentra en los seres humanos para crear nuestros propios mundos simbólicos compartidos y transmitirlos.  Aunque los chimpancés pueden transmitir un comportamiento aprendido, no pueden compartir distintas visiones del mundo.

Cognición, comunicación y lenguaje

Robert M. Seyfarth, profesor de biología, y Dorothy L. Cheney, profesora de psicología, ambos en la Universidad de Pensilvania, sostienen que aunque el lenguaje totalmente evolucionado constituye la diferencia más importante entre los seres humanos modernos y los primates, en el ámbito de la comunicación y la cognición encontramos dos características más simples y básicas ―ambas necesariamente precursoras del lenguaje― que hacen a los seres humanos únicos.  La primera es nuestra facultad de representar los estados mentales de otra persona.  El resto de primates parecen no reconocer lo que sabe otro individuo, y menos aún percibir cuando está equivocado.  Al mismo tiempo, el conocimiento de sus propios pensamientos es limitado ya que parecen incapaces de la introspección necesaria para lograr una planificación deliberada así como sopesar estrategias alternativas.  En cambio, los bebés de un año no sólo son conscientes de sus propios pensamientos, sino que los comparten continuamente con los demás.

Además, hay otra diferencia en la comunicación, quizás más básica aun, que nos diferencia del resto de especies animales y es la riqueza de la composición vocal.  Las diferencias de los sonidos emitidos por los animales con el lenguaje humano son evidentes: el nuestro posee flexibilidad acústica, es un lenguaje aprendido y ampliamente modificable.  Hay una hipótesis que intenta explicar la excepción que representa el ser humano: la presión selectiva impuesta por un ambiente social cada vez más complejo favoreció la evolución de una teoría de la mente completa y esto, a su vez, propició la evolución de una comunicación cada vez más compleja que requería una producción vocal flexible.

Una perspectiva neuroantropológica

Benjamin Campbell, profesor asociado de antropología en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee tiene clara la respuesta:lo que nos hace únicos es un cerebro que ha evolucionado bajo la presión social para convertirnos en individuos conscientes de sí mismos (self-aware en inglés) que nos definimos en función de lo que compartimos con nuestros semejantes.

Así, a diferencia del resto de grandes simios, poseemos una mayor esperanza de vida, un desarrollo tardío, y una tasa de reproducción mayor.  En la base de todos estos rasgos descansa el cerebro humano.  Las presiones selectivas que llevaron a un cerebro mayor se centraron en las interacciones de grupo que se desarrollan a lo largo de toda la vida, de ahí que sea muy probable que las características específicas de nuestro cerebro guarden relación con la inteligencia social.  En suma, los seres humanos somos seres intrínsecamente grupales con prácticas y creencias compartidas.

Publicado por José Luis Moreno en ANTROPOLOGÍA, 1 comentario