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Reseña: El emperador de todos los males

Reseña: El emperador de todos los males

     Última actualizacón: 29 agosto 2018 a las 20:45

Ficha Técnica

Título: El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer
Autor: Siddhartha Mukherjee
Edita: Debate, 2017
Encuadernación: Tapa dura.
Número de páginas: 688 p.
ISBN: 978-8499924496

Reseña del editor

En 2010, siete millones de personas murieron de cáncer en todo el mundo. Con esta fría estadística Siddhartha Mukherjee, médico e investigador oncológico, arranca su amplia y absorbente «biografía» de una de las enfermedades más extendidas de nuestro tiempo.

El emperador de todos los males es una crónica completa del cáncer desde sus orígenes hasta los modernos tratamientos (quimioterapia de diversos tipos, radioterapia y cirugía, además de la prevención) que han surgido gracias a un siglo de investigación, ensayos y pequeños avances trascendentales en muchos lugares distintos.

Este libro es un repaso a la ciencia del cáncer y a la historia de los tratamientos que le han hecho frente, pero también es una reflexión sobre la enfermedad, la ética médica y las complejas y entrelazadas vidas de los oncólogos y sus pacientes. La empatía que muestra Mukherjee hacia los enfermos de cáncer y sus familias, así como hacia los médicos que muy a menudo tan pocas esperanzas les pueden ofrecer, hacen de este libro una historia llena de humanidad de una enfermedad compleja e inasible.

Reseña

Hoy sabemos mucho acerca del cáncer. Y, precisamente, una de las cosas que más ha costado comprender es que el cáncer no es una sola enfermedad sino muchas. En un afán simplificador las llamamos cáncer porque todas ellas poseen una característica común: el crecimiento anormal de células. En este libro vamos a profundizar en todos sus aspectos.

Mukherjee ha escrito un libro excepcional. Ampliamente galardonado, estamos ante una biografía en el sentido más fiel de la palabra. Como su propio autor afirma, es «un intento de entrar en la mente de esta enfermedad inmortal, entender su personalidad, desmitificar su comportamiento». Quizás logrando comprender sus mecanismos de funcionamiento —que nos han sido esquivos durante mucho tiempo— podamos ser capaces de ponerle fin. El objetivo último del libro es por tanto responder a dos preguntas: ¿puede imaginarse en el futuro un final del cáncer? ¿Es posible erradicar para siempre esta enfermedad de nuestro cuerpo y nuestras sociedades?

El libro comienza con una dedicatoria muy especial:

A Robert Sandler (1945-1948) y a quienes vivieron antes y después de él.

El pequeño Sandler tiene un papel relevante en esta historia así que permitidme que, pese a la extensión, reproduzca en esencia lo que nos cuenta Mukherjee:

Robert Sandler tenía dos años. Su hermano mellizo, Elliott, era un niño que apenas empezaba a andar, activo y angelical de salud perfecta.

Diez días después de su primera fiebre, el estado de Robert empeoró de manera significativa. La temperatura subió. El color de la tez pasó de rosado a un espectral blanco lechoso. Lo trasladaron al Hospital Infantil de Boston. El bazo, un órgano del tamaño de un puño que almacena y produce sangre (por lo común apenas palpable debajo de la caja torácica), estaba notoriamente agrandado, sobre todo en la parte inferior, como una bolsa cargada en exceso. Una gota de sangre observada bajo el microscopio de Farber [Sydney Farber, un médico con un protagonismo esencial en el libro] reveló la identidad de su enfermedad: miles de inmaduros blastos leucémicos linfoides se dividían a un ritmo frenético y sus cromosomas se aglomeraban y desaglomeraban, como diminutos puños apretados que se abrieran y volvieran a cerrarse [se trataba de leucemia].

Sandler llegó al Hospital Infantil apenas unas semanas después de que Farber recibiera su primer paquete de Lederle [un laboratorio farmacéutico]. El 6 de septiembre de 1947 el médico comenzó a inyectarle ácido pteroilaspártico (PAA por sus siglas en inglés), el primero de los antifolatos de Lederle.

El PAA surtió escaso efecto. A lo largo del siguiente mes el letargo de Sandler fue en aumento. El niño desarrolló una cojera como consecuencia de la presión de la leucemia sobre la médula espinal. Aparecieron dolores en las articulaciones y otros violentos dolores migratorios. Luego, la leucemia irrumpió en uno de los huesos del muslo, causando una fractura y desencadenando un dolor cegadoramente intenso e indescriptible. Hacia diciembre el caso parecía desesperado. La punta del bazo de Sandler, más densa que nunca a causa de las células leucémicas, cayó hasta la pelvis. El niño estaba retraído, indiferente, hinchado y pálido y se encontraba al borde de la muerte.

Sin embargo, el 28 de diciembre Farber recibió de Subbarao y Kiltie una nueva versión del antifolato, la aminopterina, un fármaco que mostraba un pequeño cambio con respecto a la estructura del PAA. En cuanto tuvo la sustancia farmacológica en sus manos, Farber comenzó a inyectar al niño con la esperanza, a lo sumo, de un breve aplazamiento en la evolución del cáncer.

La respuesta fue notoria. El recuento de glóbulos blancos, que había escalado a niveles astronómicos —diez mil en septiembre, veinte mil en noviembre y casi setenta mil en diciembre— dejó de repente de crecer y se mantuvo en una meseta. Luego, hecho aún más notable, comenzó a caer efectivamente y los blastos leucémicos menguaron poco a poco en la sangre hasta casi desaparecer. Para fin de año, el recuento había disminuido hasta alrededor de una sexta parte de su valor máximo y rozaba un nivel casi normal. El cáncer no había desaparecido —bajo el microscopio todavía se observaban glóbulos blancos malignos—, pero había cedido temporalmente, congelado en un punto muerto hematológico en el helado invierno bostoniano.

El 13 de enero de 1948 Sandler volvió a la clínica, caminando por sí solo por primera vez en dos meses. El bazo y el hígado se habían reducido de manera tan espectacular que la ropa del niño, señaló Farber, caía «floja en torno al abdomen». Robert ya no tenía hemorragias. Mostraba un hambre voraz, como si tratara de recuperar seis meses de comidas perdidas. En febrero, indicó Farber, el estado de alerta, la nutrición y la actividad del niño eran iguales a los de su hermano mellizo. Durante más o menos un mes, Robert y Elliott Sandler volvieron a parecer idénticos.

[…] Como señaló un cirujano, los niños con cáncer solían estar «escondidos en los lugares más recónditos de las salas del hospital». De todas maneras, estaban en su lecho de muerte, argumentaban los pediatras; ¿no sería más amable y generoso, insistían algunos, «dejarlos morir en paz»? Cuando un clínico sugirió que los novedosos «productos químicos» de Farber se reservaran como recurso de última instancia para los niños leucémicos, este, recordando su anterior labor de patólogo, replicó: «Para entonces, el único producto químico que necesitaremos será el líquido para embalsamar».

El pequeño Sandler finalmente sucumbió a la leucemia. Pero su muerte no hizo sino espolear más aún el frenesí por comprender el cáncer y tratar de buscarle una cura. Este caso fue el comienzo de la quimioterapia, y gracias a sus resultados se desató una lucha encarnizada por vencer la enfermedad.

Y en este sentido, la historia del cáncer es una historia militar, «la lucha contra un enemigo informe, intemporal y ubicuo». A lo largo de las páginas de este libro vamos a alegrarnos por las victorias y a sufrir con las derrotas, asistiremos a los esfuerzos de médicos, pacientes, políticos y la sociedad en general por vencer campaña tras campaña; en esta historia hay actos de heroísmo y también de arrogancia, de supervivencia y resiliencia y, huelga decirlo, de «heridos, condenados, olvidados, muertos». En definitiva, el cáncer aparece verdaderamente, tal cual escribió un cirujano decimonónico en la portada de un libro, como «el emperador de todos los males, el rey de los terrores».

El libro está escrito en un tono cálido porque entremezcla los datos «asépticos» de la historia de la ciencia con las experiencias personales de médicos, enfermos y la suya propia, tejiendo de esta forma un texto que no te deja indiferente. Pese a la abundancia de información, su lectura te acompaña y te guía como sólo consiguen los buenos escritores al contar historias complejas: se trata de embarcarnos en un viaje del que sabemos el punto inicial pero desconocemos a dónde nos va a llevar. Mukherjee nos cuenta que su idea inicial era la de escribir un diario del curso de formación avanzada en medicina del cáncer que había recibido en el Instituto del Cáncer Dana-Farber y el Hospital General de Massachusetts, en Boston.

Lo que pasó es que lo que iba a ser un «sencillo» manual, se convirtió en un viaje más grande de exploración que le llevó a las profundidades no solo de la ciencia y la medicina, sino de la cultura, la historia, la literatura y la política, al pasado del cáncer y a su futuro.

El futuro. Como decía al comienzo, una de las cuestiones que trata de resolver el autor es qué ocurrirá en el futuro, si conseguiremos acabar con la enfermedad. Hemos asistido a demasiados anuncios que vaticinaban una cura —tras la publicación de los resultados del Proyecto Genoma Humano con la secuenciación de nuestro ADN se pensó que habíamos llegado— que luego han probado ser meras desilusiones. Y es que ya lo dijeron los antiguos griegos. Los griegos utilizaban una evocadora palabra para describir los tumores: onkos, que significa «masa» o «carga». Hoy sabemos que el cáncer es, en efecto, «el peso incorporado a nuestro genoma, el contrapeso de plomo a nuestras aspiraciones de inmortalidad».

La ciencia médica ha comprendido que los oncogenes (los genes cuyo anormal funcionamiento provocan la enfermedad) surgen de mutaciones en genes esenciales que regulan el crecimiento de las células. Estas mutaciones se acumulan cuando los carcinógenos dañan el ADN, pero también debido a errores aparentemente azarosos cuando las células se dividen. Evitar la exposición a los carcinógenos es algo que podríamos llegar a conseguir, pero evitar las mutaciones en nuestro ADN es imposible. La vida evoluciona gracias a esas mutaciones.

Entonces, la conclusión sería que solo podremos liberarnos del cáncer en la medida en que podamos liberarnos de los procesos de nuestra fisiología que dependen del crecimiento: el envejecimiento, la regeneración, la curación y la reproducción.

Mukherjee reconoce que «no está claro si una intervención que discrimine entre crecimiento maligno y crecimiento normal es siquiera posible. Tal vez el cáncer defina el límite exterior intrínseco de nuestra supervivencia. Cuando nuestras células se dividen y nuestro cuerpo envejece, y las mutaciones se acumulan inexorablemente unas sobre otras, el cáncer bien podría ser el término final en nuestro desarrollo como organismos».

Mi padre murió de cáncer hace tres años. No llegó a sobrevivir más de un mes desde el diagnóstico inicial. Dos de mis tíos, mis dos abuelos y otros familiares también han muerto de cáncer. Y estoy seguro de que lo mismo podéis decir la mayoría de quienes estáis leyendo esto. Este libro me ha permitido comprender muchas de las cosas que en mi completa ignorancia yo llamaba «incoherencias» cuando el oncólogo trataba de explicar la evolución de la enfermedad de mi padre.

Pero también me ha hecho tener claras otras perspectivas:

  • Nosotros, como sociedad, no podemos permitir que gente sin escrúpulos quiera beneficiarse del estado de desolación que provoca un diagnóstico de cáncer en determinados enfermos. Estamos acostumbrados a que charlatanes y estafadores de la peor calaña mientan al afirmar que siguiendo determinada dieta o tomando cualquier brebaje vamos a curarnos de la enfermedad. O que el cáncer es producto de un trastorno mental. Esas personas deberían estar en la cárcel. Y si no lo están es porque tenemos leyes que no son claras a la hora de atajar esas conductas. En nuestra mano está el obligar a los políticos a que esta situación cambie.
  • Las enfermedades —como el cáncer, Parkinson, Alzheimer y un largo etcétera— sólo pueden vencerse a través de la investigación científica. Sólo la ciencia posee los mecanismos adecuados para comprender cómo se desarrollan, cómo evolucionan y, en definitiva, qué terapias son las más adecuadas para ponerles coto. Apoyar la ciencia, apoyar la investigación biomédica, es la mejor forma de que cuando oigamos la palabra «cáncer» no sintamos un escalofrío que nos recorra todo el cuerpo.
  • Por último, y en particular en el caso del cáncer, quizás deberíamos concentrarnos en prolongar la vida en vez de tratar de eliminar la muerte; en convertir la enfermedad en una situación crónica que permita llevar una vida lo más normal posible gracias a la medicación. A lo mejor, «la manera de “ganar” la guerra contra el cáncer consiste, quizá, en redefinir la victoria».

 

Por último, no puedo dejar de recomendarte que escuches la conversación que mantuvo Luis Quevedo con el propio Mukherjee y Josep Baselga, director médico del Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York:

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Reseña: Disecciones: diez relatos sobre la enfermedad (y uno más)

Reseña: Disecciones: diez relatos sobre la enfermedad (y uno más)

     Última actualizacón: 17 septiembre 2017 a las 15:45

Diez apasionantes historias que diseccionan diferentes aspectos de la enfermedad. Unos personajes que afrontan dificultades que ponen a prueba su verdadera naturaleza. Situaciones impactantes, inciertas y dolorosas que sacuden al lector y le muestran lo mejor y lo peor de la condición humana. Diez de los mejores divulgadores científicos del panorama actual ponen su talento al servicio de la ficción para tratar la enfermedad a través de sus personales y variados estilos narrativos. Se han inspirado en la ciencia para alcanzar un objetivo común: no dejar a nadie indiferente y obligarnos a mantener la mirada frente al espejo.

Esta es la descripción de la obra que aparece en el volumen que hoy reseño. Como puedes ver, se trata de un libro de relatos cortos que nos ofrece diferentes puntos de vista de la enfermedad que, de esta forma, se convierte en un personaje más que actúa como aglutinante de las historias que contiene. Hoy no voy a hacer una reseña al uso, sino que dejaré que una cita extraída de cada relato sea quien guíe las reflexiones —subjetivas y ficticias— que me suscitó su lectura, una lectura que comencé y terminé la misma noche…

lacarta

—¿Cómo has pasado la noche?

—Leyendo —la respuesta, corta, directa, cortante si quieres, pero sin otra intención que ofrecer un dato concreto, salió de su boca mientras seguía echándose agua en la cara. —Una noche buena o mala según se mire.

Ella le reprochaba continuamente sus respuestas quirúrgicas, esas que se dan queriendo zanjar una conversación, aunque en este caso la conversación ni siquiera había empezado. Sus cambios de humor eran constantes e impredecibles. La falta de sueño era una parte de la ecuación que explicaba su situación pero, quizás, la más importante tenía que ver con esa vieja enfermedad que, si bien molesta pero tolerable al principio, se estaba adueñando cada vez más de su día a día.

La otra Enfermedad, esa que hay que escribir en mayúsculas, el verdadero problema que le había hecho la vida imposible –literalmente– estaba controlada. Estaba claro que el nuevo medicamento estaba funcionando. Bueno, decir que funcionaba era quedarse corto, había eliminado casi por completo las crisis que venía sufriendo desde hacía tantos años que ya ni recordaba cuándo empezaron.

Él sabía perfectamente que ella no tenía culpa de nada, pero era difícil conciliarse con el mundo, la familia, el trabajo y demás rutinas cotidianas cuando de repente te caías redondo al suelo y no podías hacer nada para evitarlo; o cuando sin previo aviso el mundo comenzaba a darte vueltas y llegaban los sudores fríos… ¿Las cosas no estaban empezando a mejorar?

lapaciencia

—No te preocupes, quédate en la cama y descansa. Yo me llevaré a los niños a la calle para que estés tranquilo.

—¿Qué pasa conmigo? —se preguntaba mientras veía que su mujer se hacía cargo de todo –una vez más– para que él estuviera bien. Ella lo quería, lo comprendía y se preocupaba por él. Seguramente era la única persona en el mundo que lo entendía de verdad, y, al mismo tiempo, era la única persona del mundo que sufría sus malos modos, sus malas caras, sus silencios. Hay que estar hecho de una pasta especial para soportar a un enfermo crónico.

Mientras ella salía de casa recordó que su interés por la medicina surgió en parte cuando nadie fue capaz de diagnosticar su Enfermedad. Fueron años de un continuo deambular por clínicas, hospitales, consultas y médicos. Ahora comprendía algunos de los procesos defectuosos que se dan en nuestro organismo y que llamamos «enfermedad». Por eso mismo le molestaba que precisamente ahora, cuando la Enfermedad estaba controlada –con lo que nos gusta tener las cosas bajo control– viniese a ocupar su lugar esa otra dolencia a la que tan poca atención le prestó con anterioridad. En su descargo, ten en cuenta que la Enfermedad era realmente complicada y esa otra sólo suponían unas molestias que empequeñecían al lado de los trastornos que provocaba su hermana mayor.

alotrolado

—Bueno, ya tengo otra cosa más en mi lista de asuntos pendientes —comentó en voz alta mientras cogía su libreta negra y comenzaba a escribir.

¿Sería posible que la manifestación de los síntomas de una patología quedaran «enmascarados» por otra más grave, y que cuando ésta desapareciese, la otra aflorara con mayor virulencia? No encontraba otra explicación a lo que le pasaba. Se lo preguntaría a su médico en la próxima revisión, aunque antes indagaría un poco sobre el tema para no hacer preguntas estúpidas; y también para poder explicarse con mejores argumentos en caso de que la cuestión tuviera algún fundamento.

Le había costado mucho encontrar un médico que realmente se preocupara por su caso, un caso que había estado huérfano durante demasiado tiempo. No en balde, en los dos últimos años su situación había cambiado más que en los veinte años anteriores; y no porque la ciencia médica estuviera en pañales entonces, sino más bien porque los médicos, los que tenían que aplicar esos conocimientos, rara vez tenían el tiempo, el interés o las ganas de esforzarse en buscar una solución a un problema que no se presentaba habitualmente. El suyo era un caso raro, lo que demuestra lo poco que sabemos acerca de muchas cosas.

Y casualmente –o no por casualidad– era un médico del servicio público de salud. Ese tan vilipendiado por las personas sanas y, a veces, también por los enfermos, pero que cuenta con algunos de los profesionales más dedicados y preocupados por sus pacientes que haya podido conocer. Por eso todos deberían pasar un tiempo ingresados en un hospital, para ver el verdadero trabajo que hacen, y para recibir no sólo una cura física, sino también de humildad. Verían la vida con otros ojos.

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Él era fuerte psicológicamente. Opinaba que pensar demasiado en lo que le pasaba era una total pérdida de tiempo, por más que tratarse de mirar en su «interior» no llegaría a ningún lado, no iba con su carácter. Asumía sus problemas de salud como quien asume que es alto, o que es buen nadador: sencillamente era la vida que le había tocado en la lotería genética. Además, reconozcámoslo, hay quienes lo pasan mucho peor.

Así que, aunque esa cabeza le había ayudado a superar los peores momentos, al mismo tiempo se había convertido en un lastre en su relación con los demás. Al menos con quienes compartían su día a día. De hecho, su mujer no dejaba de reprocharle que a ella la trataba con desprecio, mientras que con el resto de la gente era normal. Pero él no lo veía así. Lo que sucedía es que si estaba con otras personas es porque se encontraba bien; mientras que su carácter se agriaba en cuanto asomaban los síntomas y tenía que quedarse en casa, dónde sólo su familia cercana tenía que aguantarle.

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Por eso siempre decía que no le encontraba sentido a quejarse. ¿Aliviaría los dolores? No, desde luego que no. ¿Cambiaría algo su situación? ¿Realmente necesitaba exteriorizar su malestar? No.

—Ya estamos en casa —susurró su mujer mientras abría la puerta y le hacía un gesto a los pequeños para que no hablaran alto. Quizás habría conseguido dormirse y no quería despertarlo.

—Y aquí sigo yo —otra respuesta impertinente.

Pudo ver de nuevo la decepción marcada en el rostro de su mujer, que apartó la mirada sin decir nada y terminó de cerrar la puerta. Los niños ya iban de camino al cuarto de baño para lavarse las manos. El ni siquiera los llamó. Eran daños colaterales de su guerra fría.

—Estoy algo mejor, he dormido un rato y acabo de darme una ducha fría —al menos intentaría salvar un poco la situación siendo más comunicativo. —Perdona mi forma de ser —añadió— a veces me dan ganas de darme cabezazos contra la pared. No me aguanto ni yo mismo. No consigo centrarme.

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Había pensado en acudir a un psicólogo, pero lo rechazó tan pronto como ella se lo planteó. Para él, quienes sufrían depresión u otros trastornos mentales eran poco menos que unos débiles, personas incapaces de superar las pruebas que nos planta la vida. Él no era de esos, su mente analítica mantendría a raya cualquier pensamiento que le impidiera bloquear todo lo referente a su salud. Insistía en que no tenía ningún problema mental aunque, por supuesto, él no era el más indicado para decirlo.

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Porque siendo sincero, hubo momentos en que su cabeza le jugó malas pasadas. En su día lo achacó a la fiebre alta, o a la fuerte medicación que tomaba. Los mareos y el fuerte pitido que inundaba su cabeza todo el tiempo —sí, todo el tiempo— tampoco ayudaban demasiado en su esfuerzo por mantener la cordura. En cualquier caso, todo era pasajero, y cuando la realidad se imponía de nuevo, y los síntomas daban paso a una relativa «normalidad», las malas experiencias quedaban bajo llave en un compartimento. Aunque el era consciente de que volvería a abrirse en la siguiente oleada.

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Y todo esto lo sabía su mujer. Porque a pesar de que él evitaba darle demasiados detalles, las mujeres leen en tu interior por más que intentes evitarlo. Una mujer es capaz de conocerte mejor que tú mismo. De hecho, ella sabía cuándo la cosa empeoraba, cuándo era mejor no hablarle o dejarlo tranquilo. Ella nunca se quejaba de la situación. Él tampoco expresaba nada. Dos silencios que lo decían todo.

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Pero cada vez más, él se daba cuenta que era necesario cambiar. Tenía que afrontar la situación de otra forma, buscar apoyo en quien la persona que mejor lo comprendía. No era una debilidad, sino una necesidad. En el fondo sabía que cambiar de actitud podía convertirse en un bálsamo que curase mejor que cualquier fármaco que pudiera tomar.

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Porque en el fondo, toda aquella presunta fortaleza, toda esa capacidad de ocultar sus sentimientos, de no dejar traslucir lo que realmente pasaba por su cabeza eran reflejos de una misma cosa: miedo. Miedo a estar solo, a no encontrar la salida, a que la situación llegase a superarle y no fuera capaz de encontrar el camino a casa, a no poder lograr la paz y el descanso.

 

P.S. Si quieres una copia de este libro solo tienes que pedirlo. Deja un comentario en esta anotación y haré un sorteo entre aquellos que estén interesados en llevarse un ejemplar (la participación en el sorteo se cerrará el próximo día 14 julio a las 23.59 horas y al día siguiente anunciaré el ganador).

P.S. Si quieres profundizar un poco más en el último de los relatos (escrito por César Tomé) visita su blog y atrévete con el juego que plantea

FICHA COMPLETA

Publicado por José Luis Moreno en RESEÑAS, 11 comentarios
Cuando tu cuerpo es tu peor enemigo

Cuando tu cuerpo es tu peor enemigo

     Última actualizacón: 6 abril 2019 a las 15:48

El sistema inmunitario

Para entender qué es la autoinmunidad necesitamos tener claros algunos conceptos básicos de inmunología. La inmunidad es la capacidad que posee nuestro organismo para defenderse de cualquier elemento extraño o agresión exterior. Por lo tanto, la primera función del sistema inmunitario es la de ser capaz de reconocer lo propio de lo ajeno para, si se encuentra con ese elemento extraño, desencadenar una serie de mecanismos que permitan su eliminación. De esta forma, una de las tareas esenciales de nuestras defensas es la de aprender a reconocer las células del organismo: este proceso se denomina tolerancia inmunológica. Es una cuestión de crucial importancia porque un exceso de tolerancia hará que nuestro organismo no reconozca todas las sustancias extrañas que debiera, tornándose incapaz de defenderse (lo que conocemos como inmunodeficiencia); mientras que una falta de tolerancia provocará que considere como extrañas las propias estructuras del organismo, dando origen a la autoinmunidad (hipersensibilidad).

Nuestro sistema inmunitario se puede clasificar en función de si sus elementos precisan reconocer previamente al agente extraño (la llamada inmunidad específica, adaptativa o adquirida) o no reconocerlo (inmunidad natural, innata o inespecífica) para poder actuar. Por ejemplo, si un microorganismo logra atravesar la piel y los epitelios se pone en marcha el sistema de inmunidad natural. Se trata de una red de células y proteínas que responden a la infección o a la lesión de los tejidos a través del reconocimiento genéticamente programado de las moléculas extrañas. Por otro lado, el sistema de inmunidad específica constituye una barrera defensiva adicional, aún más sofisticada, formada por un tipo de moléculas que funcionan como adaptadores flexibles llamados anticuerpos, que por un lado se unen a los fagocitos, y por el otro se unen al microorganismo extraño (llamado antígeno) sin importar de qué tipo se trate. De esta forma los atrapan y eliminan.

NEXT DOOR

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Quién quiere vivir para siempre

Quién quiere vivir para siempre

     Última actualizacón: 10 agosto 2018 a las 06:41

En su cuento El inmortal —del que he destacado algunos fragmentos— Jorge Luis Borges ahonda en uno de los temas claves de su literatura y también en uno de los deseos más íntimos del ser humano: alcanzar la inmortalidad.

El bonaerense relata la historia de Marco Flaminio Rufo, un tribuno romano que emprende un viaje para encontrar un río que, según dicen, otorga la vida eterna a quien bebe de sus aguas. Pese a que los filósofos le advierten del error de su propósito, emprende la tarea con determinación y finalmente logra su objetivo. Sin embargo, la Ciudad de los Inmortales “[…] es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz”. La desazón que experimenta nuestro protagonista le impide permanecer en esta situación y tras varios siglos emprende una nueva búsqueda junto con otros inmortales: abandonan su retiro para localizar el río que les devuelva la mortalidad.

La idea de vivir eternamente está presente en infinidad de cuentos, mitos y leyendas. Pero no ha calado solamente en la mente de escritores y artistas; también los científicos han perseguido la meta de prolongar indefinidamente la vida.

El microbiólogo ruso Ilya Metchinkoff —galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1908 junto a Paul Ehrlich por sus trabajos relacionados con el sistema inmune— quizás fue el primero en buscar la vida eterna a través de la ciencia. Para él, el envejecimiento  era un proceso de intoxicación crónica relacionado de alguna manera con la sífilis, y creyó haber encontrado en los microbios de la leche ácida —el yogur— su solución. Fue pionero en varias disciplinas científicas como la gerontología y la tanatología, pero falleció de un infarto de miocardio a la edad de 71 años (sin lograr, por supuesto, su ansiada meta).

El envejecimiento es un tema que preocupa —y mucho­­— no solo por su importancia para el bienestar de las personas, sino también por el enorme impacto que provoca en las sociedades. La población mundial ya ha superado la cifra de 7.000 millones y, según datos de la ONU, la proporción de personas mayores (con 60 años o más) aumentó del 9% en 1994 al 12% en 2014, y se espera que alcance el 21% en 2050 (en términos absolutos, se espera que el número de personas de 60 años o más aumente de 605 millones a 2000 millones en 2050 1.

Porcentaje de la población mundial mayor de 60 años. Fuente: La situación demográfica en el mundo 2014. ONU

En este sentido, hay muchos malentendidos cuando tratamos de responder la pregunta de si es posible o no intervenir en el proceso de envejecimiento para alargar la vida, y parte del problema reside en la dificultad de distinguir entre tres de los cuatro fenómenos que caracterizan la finitud de la misma: el envejecimiento, las enfermedades relacionadas con la edad y los factores determinantes de la longevidad. El cuarto aspecto es la propia muerte, y sobre él no debería haber dudas.

El término envejecimiento hace referencia a los procesos que tienen lugar tras la madurez sexual y que conllevan una disminución de la homeostasis; mientras que la longevidad se refiere a la duración máxima posible de la vida que, por acuerdo unánime, se ha establecido en los 120 años para el ser humano. Así, es posible distinguir el proceso de envejecimiento de las enfermedades que, por sus circunstancias, surgen como consecuencia del mismo. El envejecimiento no es una enfermedad.

La esperanza de vida

La esperanza de vida 2 está aumentando de forma general en todo el mundo: desde 1900, cuando la esperanza de vida al nacer era de 49 años, se ha producido un incremento de 27 años en los países desarrollados. Este logro ha sido posible gracias fundamentalmente a la reducción de las muertes causadas por las enfermedades infecciosas, éxito que debemos a la mejora de las condiciones higiénicas y al descubrimiento de las vacunas y los antibióticos.

Sin embargo, la prueba de que la medicina moderna no es la única responsable del aumento de nuestra longevidad la encontramos en los estudios antropológicos. Numerosas investigaciones han constatado que la esperanza de vida de los grupos de cazadores-recolectores actuales es de 32,7 años; mientras que si alcanzan la edad adulta, pueden llegar a vivir 40 años más. De hecho, algunos ancianos del pueblo hadza viven hasta los 80 años. Estos datos demuestran que su esperanza de vida tiene poco que ver con los avances médicos, sanitarios y técnicos que disfrutamos en las sociedades industrializadas.

¿Por qué envejecemos?

El biólogo ruso Zhores Medvedev contabilizó alrededor de 100 teorías que trataban de explicar el envejecimiento 3. Por su parte, João Pedro de Magalhães, investigador de la Universidad de Liverpool, ha aumentado la lista a cerca de 300, lo que nos da una idea clara de las dificultades que hay para comprender cómo funciona realmente este mecanismo. Sin embargo, Caleb Finch, autor de uno de los textos más influyentes de la disciplina 4, critica que muchas de estas teorías son variantes unas de otras, y que es posible agruparlas alrededor de una idea común: el envejecimiento se produce por el daño que se acumula en las distintas moléculas y células.

Debemos tener presente que el envejecimiento está muy extendido entre las especies animales pero no es universal; y que no todas las especies envejecen como lo hacemos nosotros, de forma progresiva y gradual. En un extremo tenemos la hidra de agua dulce, un organismo que parece no envejecer —no aumenta su mortalidad ni disminuye su fertilidad con el transcurso del tiempo— y que consigue regenerarse por completo a partir de un diminuto fragmento de su cuerpo (algunos la califican de inmortal). Por otro lado, el salmón del pacífico envejece de golpe: los salmones adultos mueren tras la reproducción, un proceso que parece estar dirigido por las hormonas sexuales ya que si eliminamos sus gónadas, el salmón vive más tiempo.

Con lo dicho hasta ahora, una pregunta relevante sería determinar si los genes controlan el envejecimiento. El hecho de que diferentes especies tengan esperanzas de vida distintas apoya la idea de que la genética influye. Así, los estudios que comparan la esperanza de vida entre parejas de gemelos mono y dicigóticos han revelado una clara heredabilidad de ésta; mientras que las investigaciones realizadas con la mosca de la fruta y los gusanos nematodos han dado como resultado el descubrimiento de una serie de mutaciones genéticas que afectan notablemente a la duración de la vida.

En este sentido, la teoría evolutiva del envejecimiento pretendía explicar el fenómeno como un mecanismo programado genéticamente para evitar la superpoblación. Sin embargo, hoy sabemos que el envejecimiento es raro que se dé entre las especies salvajes ya que los individuos mueren antes de alcanzar la edad adulta (a causa de los accidentes, las enfermedades, la acción de los predadores etc.). Por lo tanto, estos factores exógenos son los que realmente evitan la superpoblación.

Además, si existiera un gen específico (o un conjunto de ellos) que regulara el envejecimiento, sería posible que una mutación lo eliminara, dando como resultado mutantes inmortales. Esta mutación resultaría adaptativa 5 y, en consecuencia, la selección positiva para la inmortalidad sería elevada. En cambio, ninguna de las mutaciones que se sabe que incrementan la esperanza de vida llega a detener el envejecimiento, sólo lo retrasan.

Por lo tanto, se hizo necesario replantear la teoría: dado que la evolución tiene como objetivo prioritario maximizar la capacidad de los organismos de dejar descendencia, una vez alcanzada la etapa reproductiva no habría problema en que el envejecimiento hiciera acto de presencia.

Fallos, fallos y más fallos

Tom Kirkwood formuló en 1977 6 la teoría del soma desechable que, en esencia, propone que el envejecimiento está relacionado con el impacto que produce el daño molecular durante la vida, lo que es lo mismo que decir que el envejecimiento está relacionado con el coste energético de mantener al organismo en buenas condiciones de funcionamiento.

Como sabemos, las células sufren daños todo el tiempo: el ADN muta, las proteínas se deterioran, los radicales alteran las membranas etc. Estos daños deben ser reparados, y para ello nuestras células poseen sistemas específicos que, si bien son bastante fiables, también son energéticamente costosos de mantener.

Para que la especie sobreviva, un genoma necesita, básicamente, mantener el organismo en buena forma y lograr que se reproduzca eficazmente. Por este motivo se dedican abundantes recursos a la reproducción, y de ahí que pasemos los primeros 20 años de nuestra vida fabricando, reparando y sustituyendo nuestras moléculas con absoluta fidelidad. Superado ese umbral, el daño molecular comienza a acumularse, y aparecen las enfermedades relacionadas con la edad. Se trata de una solución de compromiso entre el daño molecular continuado y la eficiencia de los mecanismos de reparación.

En definitiva, Kirkwood sostiene que sería posible combatir el envejecimiento si lográsemos modificar los mecanismos que poseen las células para contrarrestar esa acumulación de daños: la apoptosis y la senescencia celular.

En esencia, la apoptosis —o suicidio celular­­­— consiste en la muerte programada de una célula cuando sufre daños. Sabemos que en los tejidos envejecidos aumenta su frecuencia —lo que realimenta el propio envejecimiento ya que cuando se destruyen demasiadas células el órgano deja de funcionar— pero que también es una estrategia de supervivencia puesto que el proceso elimina las células que, de otra forma, podrían volverse cancerosas.

Por otro lado la senescencia celular implica que las células simplemente dejan de multiplicarse. Fue Leonard Hayflick quien descubrió que las células pueden dividirse un número determinado de veces ­­—llamado el límite de Hayflick— superado el cual éstas se detienen.

«Tapas de telómeros» por el U.S. Department of Energy Human Genome Program.

Cada célula posee en los extremos de los cromosomas unas secuencias de ADN llamadas telómeros que son necesarios para que el ADN cromosómico se duplique durante la división celular, y que son sintetizados por una enzima llamada telomerasa. Dado que la mayoría de las células de nuestro cuerpo no producen telomerasa, aquéllos se van acortando en cada división y llega un momento en que son tan cortos que no pueden realizar su función. En ese momento la célula deja de dividirse y muere. Este mecanismo también nos protege de una división celular descontrolada pero, a cambio, impide el recambio de las células dañadas por otras nuevas.

Pero, ¿y si hubiera un término medio? Actualmente hay varios tratamientos farmacológicos en fase de investigación que tratan de abrir otra vía: lograr que la célula permanezca en un estado en el que siga desempeñando funciones útiles para el organismo pero sin tener capacidad de dividirse. En teoría, si evitamos la apoptosis o la senescencia de las células dañadas e inducimos este “rejuvenecimiento”, podremos proteger a los órganos de los efectos indeseados de las células dañadas al tiempo que éstas continúan con su actividad durante mucho más tiempo —incrementando de esta forma nuestra longevidad—.

Enfermedades relacionadas con la edad

En cualquier caso, a día de hoy sólo hemos logrado un verdadero aumento en la esperanza de vida actuando sobre las enfermedades relacionadas con la edad.

Leonard Hayflick

El proceso de envejecimiento afecta lógicamente a nuestro sistema inmunitario que pierde, de esta forma, su eficacia. Los investigadores han averiguado que la responsabilidad de esta merma se haya en los linfocitos T, los principales encargados de la producción de anticuerpos y de la destrucción de las células anormales. Si los linfocitos acumulan muchos daños en su ADN pueden transformarse en células tumorales (y provocar linfomas). De ahí que, como ya hemos visto, sea conveniente que se desactiven con el tiempo, aunque como contrapartida perdamos la capacidad de lucha contra las infecciones (ahora comprenderemos como, al llegar a cierta edad, hasta un simple resfriado puede llegar a matarnos).

Sin embargo, los investigadores han identificado la enzima responsable del envejecimiento de estos linfocitos T que tiene como función frenar la expresión de la telomerasa, interrumpiendo de esta forma su ciclo celular. Este descubrimiento ha permitido el uso de inhibidores químicos que han permitido que los linfocitos T senescentes vuelvan a producir telomerasa y recuperen así su capacidad proliferativa. De esta forma, se espera poder fabricar nuevos medicamentos que renueven el sistema inmunitario, lo que supondrá una mejor calidad de vida para las personas mayores, que podrán luchar eficazmente contra estas enfermedades.

Epílogo

Richard Erskine Leakey y Roger Amos Lewin

Algún día quizás podamos mantener a raya las enfermedades relacionadas con la edad, o incluso seamos capaces de lograr el crecimiento de órganos completos para reemplazar los dañados, esquivando de esta forma el límite de Hayflick y nuestra imperfecta capacidad de autorregeneración 7.

Sin embargo, aunque pudiéramos reemplazar cualquier parte de nuestro organismo, aún habría que hacer frente a otro problema: reponer o cambiar nuestro cerebro. Esto conllevaría una pérdida de nuestra identidad, nuestra memoria y, en definitiva, de nuestra misma individualidad.

El Marco Flaminio Rufo de Borges, y el Connor McLeod de la película “Los inmortales” poseen en común haber alcanzado la inmortalidad y, pese a todo, desear fervientemente volver a ser mortales. Como dijo el tribuno romano, quizás sea mejor dejar la inmortalidad para aquellas criaturas que ignoran la muerte.

Referencias

  • Finch, C. E. (1990), Longevity, senescence, and the genome. Chicago: University of Chicago Press, xv, 922 p.
  • Hayflick, L. (2004), «Aging: The reality. “Anti-Aging” is an oxymoron». The Journals of Gerontology Series A: Biological Sciences and Medical Sciences, vol. 59, núm. 6, p. B573-B578.
  • “Human Aging System Diagram” (HASD). Research Center of Advanced Technologies (Moscow, Russia).
  • de Jaeger, C. y Cherin, P. (2011), «Les théories du vieillissement». Médecine & Longévité, vol. 3, núm. 4, p. 155-174.
  • Kirkwood, T. B. L. (1977), «Evolution of ageing». Nature, vol. 270, núm. 5635, p. 301-304.
  • Kirkwood, T. B. L. (2008), «Understanding ageing from an evolutionary perspective». Journal of Internal Medicine, vol. 263, núm. 2, p. 117-127.
  • Medvedev, Z. A. (1990), «An attempt at a rational classification of theories of ageing». Biological Reviews, vol. 65, núm. 3, p. 375-398.
  • Tamparillas Salvador, M. (2005), Progresos en genética humana del envejecimiento y longevidad. Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas, Químicas y Naturales de Zaragoza, 57 p.
  • Watts, G. (2011), «Will medicine ever be able to halt the process of ageing?». BMJ, vol. 343, p. d4119.
  • Zhang, W., et al. (en prensa), «A Werner syndrome stem cell model unveils heterochromatin alterations as a driver of human aging». Science.

Notas

  1. Según datos de la OMS: http://www.who.int/features/factfiles/ageing/ageing_facts/es/.
  2. Definida por el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas como los «años que un recién nacido puede esperar vivir si los patrones de mortalidad por edades imperantes en el momento de su nacimiento siguieran siendo los mismos a lo largo de toda su vida».
  3. Medvedev, Z. A. (1990), «An attempt at a rational classification of theories of ageing». Biological Reviews, vol. 65, núm. 3, p. 375-398.
  4.  Longevity, senescence, and the genome.
  5. Una adaptación es una característica que aumenta su frecuencia en la población por su efecto directo sobre la supervivencia o el número de descendientes que dejan aquellos individuos que la portan.
  6. Kirkwood, T. B. L. (1977), «Evolution of ageing». Nature, vol. 270, núm. 5635, p. 301-304.
  7. Algo para lo que se ha dado un paso recientemente. Se han publicado los resultados de una investigación que ha desarrollado la primera metodología fiable para la integración de células madre humanas en un embrión animal. Se trata del trabajo dirigido por Juan Carlos Izpisúa-Belmonte y publicado en la revista Nature bajo el título An alternative pluripotent state confers interspecies chimaeric competency. Esta técnica promete manipular células pluripotentes humanas para su implante en animales donde puedan convertirse en los órganos que luego no generarán rechazo al trasplantarlos al paciente donante.
Publicado por José Luis Moreno en CIENCIA, FILOSOFÍA, MEDICINA, 0 comentarios
ENCODE – Enciclopedia de los elementos del ADN

ENCODE – Enciclopedia de los elementos del ADN

     Última actualizacón: 19 marzo 2018 a las 11:00

En 1958, en el simposio de la Sociedad de Biología Experimental, Francis Crick 1 (descubridor junto con James Watson de la estructura molecular del ADN, la famosa “doble hélice”) propuso el dogma central de la biología molecular basado en el flujo unidireccional de información del ADN a la proteína: del ADN la información pasa por transcripción al ARN, y de éste, por traducción, a la proteína, elemento que realiza la acción celular.  Si bien fue reformulado más tarde en la revista Nature 2, no debemos olvidar que la ciencia no es amiga de los dogmas por muy claros que parezcan algunos procesos.

La ciencia ya ha conocido un intento de estudiar a fondo nuestro código genético.  El objetivo del Proyecto Genoma Humano era conocer en profundidad nuestros genes ya que cuando se decidió acometer la empresa, se pensaba que sobre ellos gravitaba la esencia de lo que somos: conociendo los genes ―se afirmaba―, las funciones que desempeña cada uno, se sabría todo lo que se precisa para entender la vida humana o, al menos, sus patologías.

De esta forma, en el año 2000 se presentó con gran bombo político y mediático por el entonces Presidente de los EE.UU. Bill Clinton y el Primer Ministro británico Tony Blair, un borrador de resultados que se completó en 2003 con la secuenciación completa del genoma humano.

Sin embargo, como sucede a menudo, las expectativas fueron más allá de unos hechos que suelen ser muy tozudos una vez se estudian en profundidad.  Cuando se analizaron los resultados, los científicos se toparon con un número inferior de genes de lo previsto: tenemos alrededor de 20.000 genes codificadores de proteínas, una suma muy pequeña para la gran cantidad de información que se les atribuía.  Además de esta circunstancia, nos percatamos de que no hay una relación lineal entre el número de genes y la complejidad del organismo: es cierto que las bacterias tienen alrededor de 5.000 genes, pero el ser humano tiene más o menos el mismo número de genes que los erizos de mar, y una cantidad notablemente inferior que una salamandra, el arroz (que posee 57.000 genes) u otros vegetales.  Para complicar aún más el panorama, estos genes codificadores de proteínas representan únicamente el 1% de los 30.000 millones de nucleótidos que encontramos en el ADN humano.

Introducción. Genética

Para comprender en su justa medida los avances que ha supuesto el Proyecto ENCODE, se hace necesario contar con unos conocimientos genéticos básicos.  Para todos aquellos que ya los posean, pueden continuar leyendo el siguiente bloque.

Para nuestros propósitos, definimos un gen desde el punto de vista molecular como una secuencia de ADN que influye en la función y forma de un organismo al codificar y dirigir la síntesis de una proteína.  Por otro lado, una proteína es una molécula formada por aminoácidos (una proteína de tamaño medio puede tener 150 aminoácidos) con funciones muy variadas y que resultan esenciales para la vida.  A modo de ejemplo, entre ellas se incluyen las enzimas (que actúan como catalizadores), los componentes estructurales de las células, de los tejidos (como las que forman parte de los músculos, del cartílago, el pelo etc.) así como factores controladores de la expresión del gen.

¿Cómo se forma una proteína? Para sintetizar una proteína se hace necesario contar con unas instrucciones: el código genético.  Un gen está constituido por una sucesión de nucleótidos.  El lenguaje genético se distingue de cualquier idioma moderno en que las letras no son nucleótidos únicos, sino combinaciones de tres de ellos.  Ya que el ADN posee cuatro tipos de nucleótidos (A, C, G y T por adenina, citosina, guanina y timina) existen 64 combinaciones distintas de tripletes (que llamamos codones porque codifican aminoácidos).  Estas 64 combinaciones o tripletes forman las 21 letras del alfabeto genético entre las que se incluyen los signos de puntuación (hay algunos tripletes que son redundantes, es decir, sinónimos): 61 tripletes codifican los 20 aminoácidos existentes necesarios para formar una proteína, mientras que los tripletes restantes son señales que indican cuando termina la secuencia.

Como hemos dicho, existen un total de veinte aminoácidos, diez de los cuales se denominan “esenciales” porque el ser humano no los puede sintetizar: debemos obtenerlos a través de la alimentación ya que su ausencia provoca daños graves en el organismo.

Pues bien, Crick definió el mecanismo básico a través del cual la información contenida en la secuencia de un gen pasa a sintetizar una proteína concreta: primero la “transcripción” y luego la “traducción”.  La transcripción es un proceso por el que la información contenida en la secuencia de bases (A, C, G y T) se transforma en una secuencia de ARN complementaria (llamada ARN mensajero).  Acto seguido entra en juego la traducción, que es el proceso por el que una vez formados los ARN mensajeros, éstos se encargan de tomar los aminoácidos que constituirán la proteína (esto sucede así porque el ADN no sale nunca del núcleo celular: las “fábricas” de las proteínas, los ribosomas, se encuentran fuera de él de modo que el ARN mensajero debe llevar ese “mensaje” al exterior).

En resumen, la secuencia de nucleótidos (a través de los codones o grupo de tres nucleótidos) determina el orden de los aminoácidos que formarán la proteína.  El ARN mensajero se encarga de trasladar esa secuencia a los ribosomas que fabricarán la proteína con esa sucesión concreta de aminoácidos.

Para que nos hagamos una idea de lo complejo que resulta nuestro código genético, las alrededor de 30.000 proteínas diferentes del cuerpo humano están constituidas por 20 aminoácidos, y es la molécula de ADN la que debe especificar el orden concreto en que unen esos aminoácidos.

Una vez comprendido el mecanismo básico de síntesis de proteínas, ahondemos un poco más en nuestro genoma.  En los seres humanos, como en otros animales y plantas, solo una fracción del ADN (aproximadamente un 1% en humanos) codifica la síntesis de proteínas: son los llamados genes estructurales.  El resto está implicado en tareas como regular la expresión del ADN, separar unos genes de otros y otras funciones: se trata de los genes reguladores, que determinan en qué tejidos, en qué momento o en qué cantidad se ha de sintetizar una proteína determinada.  Sin embargo, los investigadores observaron que la mayor parte del ADN parecía no tener función ninguna: de ahí que recibiera el nombre de “ADN basura” (“junk DNA” en inglés).

Fue el genetista japonés Susumu Ohno quien acuñó este término en 1972 3.  El llamado ADN basura o ADN no codificante, representa secuencias de nucleótidos que no parecen contener genes o tener ninguna función.  Porqué la evolución había mantenido una gran cantidad de ADN “inútil” era un misterio (llamado enigma o paradoja del valor de C), y parecía un despilfarro, algo que se ha desvelado en parte gracias a este proyecto de investigación que aún sigue en curso.

Proyecto ENCODE

El Proyecto ENCODE (enciclopedia de los elementos del ADN) ha sido diseñado para continuar los trabajos donde terminó el Proyecto Genoma Humano.  Aunque este proyecto reveló el diseño de la biología humana, quedó claro que el manual de instrucciones para leer ese diseño era, en el mejor de los casos,  impreciso.  Los investigadores pudieron identificar en sus treinta mil millones de letras muchas de las regiones que codificaban proteínas, aunque éstas constituyen, como hemos señalado, poco más del 1% del genoma en alrededor de 20.000 genes.

Ya antes de acometerse el proyecto, muchos biólogos sospechaban que la información responsable de la maravillosa complejidad de los humanos estaba en algún lugar de los “desiertos” entre los genes:

Aún hoy, mucho después del descubrimiento de secuencias repetitivas y los intrones, señalar que el 25 por ciento de nuestro genoma consiste en millones de copias de una secuencia aburrida no causa ninguna conmoción.  Todos encuentran convincente el argumento de que si este ADN fuera totalmente inútil, la selección natural ya lo habría eliminado.  En consecuencia, debe de tener una función aún por descubrir.  Algunos incluso piensan que podría estar ahí en previsión de una evolución futura (esto es, para permitir la creación de nuevos genes).  Si así se hizo en el pasado, argumentan ¿por qué no en el futuro?

Brenner, S. (1998), «Refuge of spandrels». Current Biology, vol. 8, núm. 19, p. R669.

Además de para la biología molecular, la especial configuración de nuestro genoma ha supuesto y sigue siendo un reto para la antropología evolutiva:

De los tres mil millones de letras que componen el genoma humano, sólo quince millones, menos de un 1%, han sufrido algún cambio desde que el linaje de los chimpancés y el de los humanos divergieron hace unos seis millones de años.  La teoría evolutiva sostiene que el efecto de la inmensa mayoría de estos cambios es pequeño o nulo en nuestra biología.  Sin embargo, entre estos 15 millones de bases se encuentran las diferencias que nos hacen humanos.  La evolución desde un ancestro de humanos y chimpancés hasta un ser humano no resulta de que se acelere el tic-tac del reloj molecular en su conjunto; el secreto radica en que se den cambios rápidos en lugares donde se producen cambios sustanciales en el funcionamiento del organismo.

Pollard, K. S. (2009), «¿Qué nos hace humanos?». Investigación y Ciencia, núm. 394, p. 24-29.

Por ello, tras una fase piloto entre los años 2003 y 2007, el estudio, financiado con 80 millones de dólares por EE.UU., se propuso como meta cartografiar este terreno que se creía baldío.  El objetivo es catalogar las secuencias funcionales de ADN que están escondidas ahí, enterarse de cuándo y en qué células están activas, y rastrear sus efectos en la forma de empaquetar, regular y leer el genoma.

El proyecto ha combinado los esfuerzos de 442 científicos de 32 laboratorios en Reino Unido, EE.UU., Singapur, Japón, Suiza y España (se incluyen el Centro de Regulación Genómica en Barcelona y el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO, en Madrid).  Los investigadores se han centrado en 24 tipos de experimentos estándar y aunque el genoma es el mismo en la mayoría de las células humanas, la forma en que este actúa no (el ADN contenido en las células de nuestros ojos por ejemplo, no necesita formar pelos o uñas).  Por este motivo, se han llevado a cabo estos experimentos en múltiples tipos celulares ―al menos 147― dando lugar a los 1.648 experimentos que ENCODE ha hecho públicos.

Por este motivo, precisamente porque el ADN se comporta de forma distinta en diferentes tipos de células, el proyecto de investigación continúa en marcha: faltan por estudiar muchas más células y tejidos para conocer mejor cómo funciona nuestro ADN y qué hace para producir unos órganos u otros.

Los resultados obtenidos hasta ahora son, en cualquier caso, sorprendentes: el 80% del genoma contiene elementos vinculados a funciones bioquímicas, dando al traste con la visión generalmente aceptada de que el genoma humano era en su mayor parte “ADN basura”.  Se han detectado más de 70.000 regiones promotoras ―los lugares donde las proteínas se unen para controlar la expresión de los genes― y cerca de 400.000 regiones potenciadoras ―que regulan la expresión de genes distantes (se trata de controladores que no tienen porqué estar localizados cerca de los genes sobre los que actúan, ni siquiera en el mismo cromosoma. La estructura tridimensional de nuestro genoma está formada de un modo que, aunque el controlador esté lejos de los genes si leemos la secuencia linealmente, geométricamente está próximo al promotor y al gen ya que se encuentran envueltos alrededor para contactar con ellos).

Hemos encontrado que una gran parte del genoma ―de hecho, una cantidad sorprendente― está implicada en controlar cuándo y dónde se producen las proteínas más allá de su simple fabricación.

Ewan Birney, coordinador de análisis del proyecto.

La imagen de un interruptor es perfectamente válida para comprender estos mecanismos.  Determinadas secuencias dicen cuándo y dónde deben encenderse o apagarse determinados genes, así como la intensidad del funcionamiento.

Los elementos reguladores son responsables de garantizar que las proteínas del cristalino estén en las lentes de tus ojos y que la hemoglobina esté en tu sangre, y no en cualquier otro lugar. Es muy complejo. El procesamiento de la información y la inteligencia del genoma reside en los elementos reguladores. Con este proyecto, probablemente hemos podido pasar de comprender menos del 5% a cerca del 75% de ellos.

Jim Kent, director del Centro de Coordinación de los Datos (UCSC) de ENCODE.

Con estos datos en la mano comenzamos a entender cómo los relativamente pocos genes que codifican proteínas bastan para proporcionar la complejidad biológica necesaria para hacer crecer y funcionar un ser humano.  Como propugnaba Katherine Pollard, «el secreto radica en que se den cambios rápidos en lugares donde se producen cambios sustanciales en el funcionamiento del organismo».

Gracias a esta visión más completa del funcionamiento de nuestro código genético, se ha creado la oportunidad para comprender cómo afectan las variaciones genéticas a los distintos rasgos humanos y las enfermedades.  Características como la altura y la inteligencia, o enfermedades como el Alzheimer van a poder ser analizadas desde un nuevo paradigma.  Desde 2005, los estudios a gran escala del genoma humano (GWAS, genome-wide association studies) que asocian variaciones en la secuencia del ADN con rasgos específicos y enfermedades han mostrado miles de puntos del genoma donde la diferencia en un simple nucleótido parece estar asociada con el riesgo de padecer una enfermedad.  Pero dado que casi el 90% de estas variaciones caen fuera de los genes que codifican proteínas, hasta ahora los investigadores tenían pocas pistas en la forma en que podían causar o afectar a una enfermedad o rasgo fenotípico.

Pero asociación no es causalidad, y la identificación de estas variantes y la comprensión de la forma en que ejercen esa influencia ha sido difícil.

Por ejemplo, las variantes de ADN asociadas a la diabetes se producen en la parte del genoma ahora estudiada, pero no en cualquier punto, sino en la zona que regula los genes que controlan aspectos del metabolismo del azúcar o de la secreción de insulina. Otro ejemplo son las variantes que se dan en las zonas que regulan en sistema inmunológico y que han podido vincular a enfermedades como la esclerosis múltiple, el asma o el lupus.

El proyecto Genoma Humano fue como viajar a la Luna, se hizo con una tecnología primitiva y a base de mucha fuerza bruta.  Encode, sin embargo, es como un viaje a Marte.

Alfonso Valencia, investigador del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO).

Del mismo modo, la exploración del gran número de elementos reguladores revelados por el proyecto y la comparación de sus secuencias con las de otros mamíferos promete cambiar la forma de pensar de los científicos acerca de la evolución del ser humano.

Esto es así porque uno de los grandes desafíos de la biología evolutiva es comprender cómo las diferencias en la secuencia del ADN entre especies determinan las diferencias en sus fenotipos.  El cambio evolutivo puede tener lugar tanto a través de cambios en las secuencias de codificación de proteínas como por cambios en la secuencia que alteran la regulación genética.

Se ha argumentado que los potenciales cambios adaptativos en las secuencias que codifican proteínas pueden ser impedidos por la selección natural porque, aun cuando pueden ser beneficiosas para un tipo celular u órgano, pueden ser perjudiciales en algún otro lugar del organismo.  Por el contrario, dado que las secuencias reguladoras de genes frecuentemente se hayan asociadas con patrones temporal y espacialmente específicos de expresión, los cambios en estas regiones pueden modificar la función sólo de determinados tipos celulares en momentos concretos, haciendo que sea más probable que confieran una ventaja evolutiva.

En definitiva, costará un gran trabajo identificar los cambios críticos en la secuencia de los nuevos elementos reguladores que han sido identificados y que suponen las diferencias entre los humanos y otras especies.

A pesar de la gran cantidad de información ofrecida por ENCODE, aún estamos lejos del objetivo final: comprender el funcionamiento del genoma en cada célula de cada persona, así como a través del tiempo en esa misma persona.  Serán necesarios muchos años más de investigación para completar el nuevo cuadro que se ha abierto ante nosotros.

Referencias

Maher, B. (2012). ENCODE: The human encyclopaedia Nature, 489 (7414), 46-48 DOI: 10.1038/489046a

Ecker, J., Bickmore, W., Barroso, I., Pritchard, J., Gilad, Y., & Segal, E. (2012). Genomics: ENCODE explained. Nature, 489 (7414), 52-55 DOI: 10.1038/489052a

Frazer, K. (2012). Decoding the human genome. Genome Research, 22 (9), 1599-1601 DOI: 10.1101/gr.146175.112

Para facilitar la labor de los investigadores, la revista Nature ha creado un portal específico para explorar los 30 artículos publicados mediante un sistema que complementa los documentos al poner de relieve los temas que son tratados sólo en las subsecciones de los trabajos individuales. Cada hilo o trama (thread en inglés) consta de los párrafos pertinentes, las figuras y las tablas de todos los artículos, unidos en torno a un tema específico.

Por mi parte, os dejo un listado de los artículos publicados con accesos directos para leer su contenido (su acceso es libre).

Notas

  1. Crick, F. H. (1958), «On protein synthesis». Symposia of the Society for Experimental Biology, vol. 12, p. 138-163.
  2.  Crick, F. H. (1970), «Central dogma of molecular biology». Nature, vol. 227, núm. 5258, p. 561-563.
  3. Ohno, S. (1972), «So much «junk» DNA in our genome». Brookhaven Symposia in Biology, vol. 23, p. 366-370.
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